«¿Y bien, joven heredero? ¿Estás dispuesto a dar tu vida por la de tu amada?». Preguntó Elohim inquisitivo.
Las dudas asaltaban al príncipe. Había hecho un largo viaje. Había superado un gran número de dificultades y casi había perdido la cordura en su empresa. No era un cobarde. Nunca lo había sido.
«Daré mi alma por ella. Hazme tu esclavo en la vida o el la muerte, Elohim, pero salva su vida. Libra a la princesa del mal que la acecha para que su existencia sea próspera y feliz. Es mi único deseo. Te lo imploro». El príncipe se arrodilló ante el altar y puso su espada frente a él en señal de sumisión.
«Que así sea. Acércate más y únete a tus predecesores, joven heredero».
El príncipe se puso en pie y caminó lentamente hacía la luz. A cada paso que daba se despojaba de sus pertenencias, ya no las necesitaba. Solo conservó consigo la espada de su padre.

«Eso es, joven heredero. Aproxímate y ríndete ante mi poder». Insistía la profunda voz.
El príncipe se arrodilló ante el altar y volvió a ofrecer su espada como tributo. Estaba tan cerca que casi podía tocar la esfera de luz. «Me entrego a tu poder».
Las letras escritas en piedra cambiaron el verde por un rojo intenso y unos pequeños hilos de luz comenzaron a envolver el cuerpo del muchacho.
«La carne se torna piedra y con gran pesar encierra el alma». Elohim recitaba el hechizo con maestría al tiempo que poco a poco convertía al príncipe en estatua. «No te preocupes por tu princesa, joven heredero. Ella morirá pronto, pero tú estarás aquí para toda la eternidad». Aseguró con una risa que retumbó en toda la sala.
Al darse cuenta del engaño, el príncipe usó las últimas fuerzas que le restaban para agarrar su acero y ensartar la esfera de una poderosa estocada. El artefacto explotó en siete fragmentos de diferentes colores que se esparcieron por el suelo. El núcleo, el cual tenía forma de corazón, quedó atravesado por la espada y centelleaba con color carmesí muy intenso.
El ser había desaparecido y con él la maldición. Las estatuas se convirtieron en hombres, las letras de los muros perdieron su tonalidad y el enorme salón comenzó a derrumbarse.
Huyeron lo más deprisa que sus pies le permitieron. El laberinto había desaparecido, así como el castillo y el poderoso monstruo que lo custodiaba. La comitiva esperaba a su príncipe en el mismo lugar en el que se habían separado.
La vuelta del príncipe se celebró con una gran fiesta. Se le dio cobijo a los hombres que días atrás habían sido estatuas, los cuales contaban su historia una y otra vez para el asombro del pueblo. Sin embargo, el héroe solo deseaba una cosa, ver de nuevo a su amada, el motivo de este peligroso viaje.
Encontró a la chica esperándole en su sitio favorito, el árbol más alto de la colina. En ese lugar, bajo la luna nueva, los dos se juraron de nuevo amor eterno y prometieron que nada volvería a separarlos.
