Leer en Wattpad -> El Pacto de Sura


Dos golpes suaves en la puerta despertaron a Sura.

– Sura, ¿estás viva? – la voz de Percival se oía al otro lado. La luz del medio día se filtraba por la ventana y cegó a la muchacha por unos instantes, estaba entreabierta y el marco no dejaba de golpearse con el tope de la pared debido a un viento helado que empujaba desde el exterior.  « ¿Dónde estoy?» se preguntó, contestándose al instante con los recuerdos del día anterior. Normalmente no tenía tanto tiempo para dormir y estar acostada sobre unas delicadas sábanas de seda la desorientó. De hecho, no podría decir si había permanecido dormida durante unas horas o varios días.

Se limpió la saliva de la boca y fue dando tumbos hasta la puerta. Descorrió el pestillo, abrió lentamente y asomó la cabeza unos centímetros para ver si Percival estaba solo o acompañado.

– Buenas tardes – dijo el hombre sonriente -. Pensábamos que ya no saldrías nunca de ahí, o peor, que te habías escapado por la ventana.

– Aquí sigo – respondió Sura antipática.

– Bien. ¿Tienes hambre? Nora ha hecho estofado de jabalí y aún queda un poco.

– ¿Quién demonios es Nora?

– La mujer que lleva esto cuando yo no estoy y la cocinera, por supuesto. Al principio se le daba fatal, pero ya parece que le ha cogido cariño a las cazuelas.

Sura se quedó unos instantes mirando los ojos marrones de Percival que no sabían muy bien si esperar o no una contestación por parte de la chica.

– Dame un minuto. Salgo en seguida.

– ¡Genial! Te prepararé una mesa digna de una invitada de honor. Te espero abajo.

Sura soltó un gruñido exasperado al tiempo que cerraba la puerta y volvía a echar el cerrojo. No estaba acostumbrada a recibir tanta hospitalidad y se sentía un tanto abrumada. Además, conocía los motivos por los que Percival era tan amable con ella y eso la exasperaba aún más. Sura se tumbó en la cama y disfrutó de unos últimos momentos de paz y tranquilidad. Cada vez que ponía un pie en una posada para descansar de su largo viaje, se sentía incómoda, como si el simple hecho de permitirse un descanso la quemara por dentro. Comenzó su viaje con el único objetivo de huir, de encontrar un lugar donde encajar. Envejecer cultivando el campo o cuidando niños, o como herrera en una ardiente forja. No le importaba el destino, pero se moría de ganas por encontrarlo. Cada segundo que no caminaba en dirección a una nueva ciudad, era un segundo perdido, o al menos así lo veía Sura. A veces pensaba que desconocer cual sería su lugar en el mundo la convertiría en una errante para el resto de sus días. Viajaría de aquí para allá, malviviendo hasta su último aliento, y todos la señalarían como la mujer errante, aquella que no supo hallar su destino. Cuando esos pensamientos venían a su mente, Sura agarraba con fuerza el collar de cuentas amarillas y rezaba a la diosa Madre, la misma a la que encomendaba sus plegarias la madre de Sura, la cual siguió haciéndolo incluso después de la llegada de los dioses al mundo y la destrucción de Ishtal. Según decía la madre de Sura, era imposible que una diosa tan benevolente hubiera participado en un acto tan deleznable. Ese era el consuelo que le quedaba a una mujer que lo había perdido todo.

La muchacha se acercó a la ventana y la cerró con un pestillo de gancho. Una niebla densa y gris se había apoderado de la ciudad, parecía que el Sol se hubiese marchado para no volver jamás. Los habitante de Windster habían desaparecido de las calles y los pocos que quedaban luchaban a duras penas contra el viento.

– Siempre ocurre igual – susurró Sura al recuerdo de sus padres -. Días de calor, seguidos de un frío invernal y después… la oscuridad de la noche durante tres interminables días. ¿Cuándo acabará esto?

Terminó de vestirse, se equipó con su espada y su cinturón de cuchillos, y salió de la habitación. Bloqueó la cerradura por fuera con la pequeña llave de hierro que le había entregado Percival el día anterior. Descendió las quejumbrosas escaleras y se encontró con el salón vacío. Tan solo Percival, sus empleados y un pequeño grupo, entre los que se encontraba Thomas, se hallaban en el burdel. El grupo de Thomas estaba alejado de la entrada, en una mesa redonda pegada a la barra donde se servían las bebidas. Los empleados barrían y fregaban las mesas y el suelo con esmero y saludaban a Sura con amabilidad cuando pasaba junto a ellos. De hecho, hasta juraría que una de las camareras le guiñó el ojo con gesto provocativo cuando sus miradas se cruzaron. La muchacha siguió caminando hasta la mesa donde estaba Percival, ante él se encontraba el estofado de jabalí prometido y patatas asadas listas para ser devoradas. Además, había una jarra de vino, dos vasos y un candelabro dorado que sujetaba tres velas blancas. Sura se sentó y, sin mediar palabra, empezó a dar cuenta de la comida, mientras que Percival esperaba paciente rellenando los vasos de ambos cuando se vaciaban. Se mantuvieron en silencio hasta que Sura escupió el último hueso.

– ¿Estaba bueno? – preguntó Percival impresionado por la rapidez de Sura.

– No estaba mal. Un poco aguado.

Percival asintió dejando ver una sonrisa y dio un largo trago de su vaso.

– Bueno, ¿te apetece hacer algo especial antes del Ocaso? Tenemos unas horas antes de la oscuridad.

Sura se encogió de hombros y desvió la mirada hacia el grupo de Thomas. A la mesa se sentaban dos hombres fornidos y uno canijo con cara de pillo, una mujer pelirroja de largas piernas que llevaba un carcaj a la espalda y otra muchacha rubia de plateada armadura que tenía el ojo puesto en Sura. Thomas tenía una especie de mapa desenrollado en la mesa y les explicaba algo que Percival y Sura no llegaban a escuchar.

– ¡Date el gusto, mujer! Estás en Windster, ha habido tres Ocasos y nunca ha pasado nada. Parece que le temen a esta ciudad.

Sura se llevó el puño a la mejilla, pensativa.

– Nunca he visto la oscuridad. Quiero decir, los otros dos Ocasos que he vivido los he pasado guarecida en una taberna y no he visto qué hay afuera.

Percival la miró perplejo y pensó que era una petición realmente extraña. La gente se guarecía porque no quería ver lo que ocurría fuera.

– Yo tampoco lo he visto, aunque Thomas sí. Dice, textualmente, que es lo más espantoso que ha presenciado en su beligerante vida. Tengo entendido que los guardias ponen antorchas en el linde del foso para espantar a la oscuridad. Al menos, por un día. Puedo pedirle a Tyrel que nos deje estar en las almenas la primera noche. Me debe demasiados favores como para negarse.

– Eso estaría bien – se limitó a contestar y lanzó otra mirada a la mesa de Thomas, descubriendo que la mujer de armadura seguía con los ojos clavados en ella. La batalla de miradas parecía el asedio a un castillo. Ambos bandos se lanzaban proyectiles sin saber bien el rumbo que tomarían.

– ¡Decidido! – Percival se alzó todo lo que su esbelta y delgada figura le permitía, y enfiló la puerta.- ¡Nora! – gritó. Una mujer oronda con un delantal blanco salpicado de manchas apareció tras la barra -. Nora, querida, me voy a hacer un recado. Te quedas vigilando. Hoy no servimos jarras, ni servicios – Nora asintió, levantó la mano a modo de despedida y se volvió a la cocina por donde había venido. Percival atravesó el umbral del burdel y se lanzó a la ciudad.

Sura vio como su benefactor desaparecía. Acompañó el momento con un largo trago, dejando el vaso vacío. Notó como el rubor se plasmaba en sus pálidas mejillas, no estaba acostumbrada al alcohol y un par de vasos bastaron para que se le subiera a la cabeza. No pudo aguantar más la curiosidad por saber lo que estaba ocurriendo en la otra mesa, así que se recogió el pelo con un lazo marrón y se aproximó a ella. Thomas fue el segundo en percatarse de su presencia.

– Hola, Sura de Eliza. Espero que hayas reflexionado sobre mi propuesta – dijo Thomas con decisión y sin rodeos.

– Sigue siendo un no. ¿Esta es tu cuadrilla de la muerte? – preguntó burlona -.¿Los asesinos de dioses? – Todos se giraron hacia Sura, había comenzado con mal pie, pero eso poco le importaba. Solo quería pasar el Ocaso y marcharse de allí lo más rápido posible.

Sura pudo ver mejor al ejército de Thomas; la mujer pelirroja de pelo rizado, no solo tenía largas piernas y la piel morena, sino también una inmóvil mano de metal color bronce. Era la mano izquierda y Sura se preguntó cómo demonios podía manejar el arco. También poseía una especie de monóculo en su ojo izquierdo, aunque más que un monóculo, parecía un parche de bronce con una lente circular, el cual se ataba con tres correas de cuero alrededor de su cabeza. Los dos tipos grandotes tenían cara de bobos y uno de ellos mostraba las secuelas de haber sufrido un brutal accidente. Tenía media cara y un poco de la cabeza abrasadas, la piel afectada poseía un color granate, allí donde se extendía la cicatriz no crecía pelo alguno. A pesar de eso, una media melena negra le cubría la otra mitad de la cara. El otro tipo grandote era calvo, de nariz prominente y dientes deformes. Ambos hombres compartían rasgos faciales, así que Sura dedujo que debían ser parientes. El canijo era un hombre entrado en años, tenía un bigote oscuro con canas dispersas y un semblante mucho más amable que el de los otros dos, aunque también lucía esa prominente nariz en forma de porra y un pelo negro repeinado hacia atrás. La rubia era un completo enigma; tenía un largo cabello anudado con una trenza a la espalda. Unos penetrantes ojos escarlata. Una piel nívea, casi translucida. Y sus labios eran finos y rectos, y su nariz pequeña. Parecía más una muñeca de porcelana poseída que una guerrera. Las miradas y los rostros de seriedad chocaron con fuerza contra Sura que se mantuvo de pie junto a la mesa en una actitud estoica.

– Siéntate con nosotros – dijo finalmente Thomas rompiendo el incómodo momento. Sura le devolvió una mirada desafiante y tomó asiento. La atención volvió al mapa abierto sobre la mesa.

– Saldremos un día después del Ocaso, es el mejor momento para transitar las carreteras. Los seres de las sombras se habrán marchado para entonces, llevándose con ellos los cuerpos de los hombres y mujeres que hayan cazado durante el Ocaso.

– ¿Y los devotos? – preguntó la pelirroja -. Ya he atravesado a más de uno con mis flechas, pero supondrán un retraso.

– Los devotos no abandonan sus templos hasta una semana después del Ocaso. Creen que la purga debería ser más longeva y es su forma de transmitírselo a los dioses.

– Serán idiotas – añadió el grandote calvo con una voz grave y profunda  -. Creen que los dioses les observan.

– Sí – apoyó el otro grandote riendo la gracia de su compañero. Los dos eran un amasijo de músculos sin cerebro -. Son unos completos imbéciles estos devotos.

– Silencio – les cortó el bajito con un movimiento de su mano como si fuera un director de orquesta -. No subestiméis los poderes de los innombrables o acabaréis bajo su cruel yugo, ya sea con una cadena al cuello o ardiendo en una pira en su honor.

– ¿Nunca te han dicho que te pones muy intenso, Silas? – preguntó la pelirroja.

– Si hubieras visto lo mismo que yo, les tendrías mucho más respeto, Cristín. Quedarte sin mano habría sido la menor de tus preocupaciones – la muchacha pelirroja dio un golpe en la mesa con su prótesis de bronce y mostró los dientes al pequeño hombre.

– No sé porque nos hemos molestado en venir con estos indeseables – espetó Cristín a la mujer rubia con armadura. No contestó.

– Por favor, no dejemos que esta desesperada situación nos supere – dijo Thomas intentando calmar los ánimos-. Tenemos un objetivo común; devolverles a los humanos lo que es suyo.

– Y vengarnos – dijo el grandote de la cara quemada. El otro le apoyó asintiendo enérgicamente con la cabeza.

– Y vengarnos – añadió Thomas para contentarlos -. Somos un grupo diverso y esa es nuestra ventaja.

– También somos un grupo reducido – replicó Silas -. Los devotos nos masticaran entre sus deformes dientes y nos escupirán sobre esta tierra infértil a la que llamamos hogar.

– Eso no ocurrirá, Silas de Tiberia. Estoy convencido de que no hay nadie en las Tierras Retorcidas que pueda luchar contra los dioses salvo los guerreros de esta mesa. He recorrido el continente de arriba a abajo y la mayoría de los que son dignos de participar en esta misión están muertos o se han rendido, y los últimos valientes que encontré con un mínimo de aptitud para luchar en esta batalla, cayeron bajo el acero de nuestra nueva amiga – dijo señalando a Sura en un intento de presionarla.

– No soy vuestra amiga y no habrían durado ni un minuto contra los devotos. Os he hecho un favor – contestó Sura arrogante.

– Ha salido brabucona, la niña – se burló Cristín -. Me gustaría verte a ti luchar contra ellos. No tienes pinta de ser muy fuerte – el ojo de la lente se movió rápidamente como un espasmo para enfocar a Sura, parecía que de alguna forma la estaba analizando.

– Nos será de utilidad – habló la mujer muda de ojos rojos. Cristín agachó la cabeza ante sus palabras y el resto se no se opuso a ellas, flotaron en el ambiente como una nube infranqueable que ninguno se atrevió a disipar.

– No participaré en esta misión suicida y menos con una panda de cretinos como vosotros –Sura y la chica de armadura se retaron con la mirada. El azul helado de la joven guerrera se enfrentaba al implacable fuego que emanaba de los ojos de aquella misteriosa mujer.

– ¡¿Cómo te atreves?! – exclamó Cristín sobresaltada y se puso en pie.

Antes de que el conflicto llegara a las manos, la puerta de la taberna se abrió arrastrada por un vendaval de frío polar. Percival entró a toda prisa y cerró la puerta tras de sí. Estaba muy alterado y respiraba con dificultad.

– ¡Chicos, tenemos un problema!

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