
Leer en Wattpad -> El Pacto de Sura
Windster era unas de las últimas grandes ciudades que aún quedaban en pie. Por alguna razón que Sura desconocía, ni los dioses ni los devotos se atrevían a tocarla. Era como un gigantesco santuario gobernado por y para humanos supervivientes. Un paraíso desconocido para Sura.
La ciudad se levantaba sobre una extensa cima con acantilados a su alrededor que desembocaban en un río que impedía cualquier acceso desde el foso. La única forma de llegar hasta Windster era a través de un largo y ancho puente colgante de madera reforzado con tablones y cuerdas. Cuando Sura llegó al paso, había muchas personas esperado su turno para cruzar el puente; viajeros, refugiados, mercaderes y hasta familias enteras con animales, como burros, caballos o cerdos. Varios guardias vestidos con imponentes armaduras grisáceas indicaban el momento preciso para aventurarse en el puente, ya que una sobrecarga de peso en la superficie podría suponer un inevitable desplome. El turno de Sura no tardó en llegar. Escondida tras su capucha, la chica esperó paciente a que el hombre de delante, un señor gordo de aspecto alicaído que no paraba de quejarse por la precariedad del puente, avanzara un poco más. Los guardias le dieron a Sura la orden de cruzar, pero ella siguió esperando unos segundos más. Cuando el señor ya había cruzado un cuarto del trayecto, Sura comenzó a caminar sobre las tablas con firmeza. No le tenía un especial temor a las alturas, aunque el solo pensamiento de caer a los rápidos del río que rugía bajo sus pies, le hizo estremecerse. A pesar de la delicadeza con la que andaba, las maderas crujían a cada paso que daba, y varias veces tuvo que soltar un corto resoplido para liberar tensiones y seguir avanzando. Llevaba el collar de cuentas al cuello. Lo acariciaba suavemente con los dedos en un intento de evadirse de la situación a la que se enfrentaba. Era capaz de luchar contra mercenarios, saqueadores y hasta con los horrendos y deformes devotos, pero era incapaz de cruzar un río a nado o sumergirse en el mar. No le temía a la muerte, aunque sí a las formas que adoptaba. Y para Sura, ahogarse era la peor de todas.

Cruzó por completo el puente aún con la cabeza gacha y se situó en una pequeña fila de mercaderes y refugiados deseosos de entrar en Windster. La ciudad estaba completamente amurallada y protegida por la antigua guardia real. La monarquía abandonó la ciudad con la llegada de los dioses. De hecho, todos los reyes, reinas, príncipes y allegados, marcharon al encuentro de los dioses cuando los profetas anunciaron su venida. Abandonaron las tierras que tanto tiempo habían gobernado para solicitar con falsa humildad un poder mayor. No lo encontraron. Después de la masacre real, nadie en su sano juicio se hizo cargo de las ciudades por miedo a un castigo divino, las cuales pasaron con el tiempo a estar gobernadas por sabios locales y líderes de los gremios mercantiles. Las guardias reales de cada ciudad dejaron de tener un deber para con los gobernantes y, o bien se disolvieron, o se convirtieron en un órgano independiente encabezadas por los veteranos que solicitaban necesariamente su puesto en el consejo. Ese último era el caso de Windster. Los guerreros acorazados que patrullaban las murallas y ayudaban a los viajeros a cruzar sus fronteras eran, en cierto modo, hombres libres. Su dedicación les había llevado a salvaguardar la ciudad que amaban. No por orden de un rey, sino por voluntad propia.
Sura dedicó un momento a observar las murallas y torreones de la entrada. Las robustas piedras marrones se erigían intactas, ni dioses, ni devotos, ni las criaturas de las sombras habían hecho mella en ella. Sin embargo, los blasones de la antigua casa gobernante estaba rasgados. La silueta de un águila de perfil en un fondo rojo ondeaba derrotada. «Es el símbolo de la libertad», pensó Sura agarrando con fuerza el collar de cuentas. Un poco más arriba de la muralla, cascos y lanzas desfilaban por las almenas, se preparaban para el Ocaso. «Hay miedo en sus ojos. No es el primer Ocaso al que se enfrentan, pero desconocen si será el último».
La muchacha siguió la fila de recién llegados hasta una gigantesca puerta de hierro trenzado que servía de entrada a Windster. A Sura le pareció una enorme cota de malla, la armadura de un gigante. Uno de los hombres lanzó un grito por un tubo de bronce situado a un lado de la puerta y el amasijo de hierros se abrió hacia arriba con un estruendo ensordecedor. Se desplazó la altura perfecta para que pudieran pasar, aquello maravilló a Sura. Jamás había visto un mecanismo así.
– Es un sistema de poleas muy sencillo y el tubo es para comunicar palabras a grandes distancias – le explicó uno de los viajeros al ver su cara de asombro. Era un hombre enjuto, de cuidada barba afilada, pelo largo castaño y sonrisa amable. Llevaba el pelo recogido en una coleta y una bolsa de cuero al hombro, al igual que Sura, y una capa azulona que le llegaba a la altura de las botas y le envolvía casi por completo.
– Muy listo. ¿Cómo lo has sabido? ¿Eres un ingeniero de bronce? – preguntó Sura inquisitiva.
– No – contestó lanzando una risotada -. Los ingenieros de bronce son una especie extinta. Nadie ha visto uno en años y seguro que los dioses les han puesto precio a sus cabezas.
– ¿Entonces?
– El guardia de la puerta es amigo mío. Un buen tipo, aunque algo bruto. Le sigue chillando al tubo a pesar de que se escucha perfectamente en el otro extremo con apenas atisbar un susurro. He tenido la oportunidad de ver las entrañas del portón de hierro y son fascinantes. Un trabajo de ingenieros de bronce, sin duda.
La chica entrecerró los ojos. O aquel hombre era un ingeniero de bronce y le estaba mintiendo, o solo era un charlatán. Quería averiguarlo.
– ¿A qué te dedicas exactamente? – el rostro de Sura presentaba una duda real. El hombre la había intrigado, parecía tener el conocimiento del mundo en su lengua y, extrañamente, su rostro que le resultaba familiar.
– A saber cosas. Soy un mensajero. Viajo de aquí para allá intercambiando secretos. Escribo cartas para aquellos que no conocen el arte de la pluma y las hago llegar a sus destinatarios. Y, por más que viajo a través de las Tierras Retorcidas, no sacio mis ansias de explorar. Mi curiosidad parece no tener límites – terminó con una sonrisa nerviosa.
Ambos cruzaron la puerta de hierro y se sumergieron en un ancho pasillo de piedra que desembocaba en la ciudad. A mitad del túnel, unas mesas rodeadas de guardias detenían la entrada de los recién llegados.
– Mis padres me enseñaron a leer y a escribir – dijo Sura intentando indagar más en el hombre-. Parece ser que son habilidades pocos comunes hoy en día.
– Tienes razón, el arte de la pluma casi se ha extinguido. Ahora es el arte de la espada lo que posee un verdadero valor. Mi nombre es Percival, por cierto. A tu servicio – hizo una pequeña reverencia velada que no pasó inadvertida para Sura.
– Sura – se limitó a contestar. Ya tenía un nombre. Estaba avanzando.
Percival extendió su mano para estrechar la de Sura. En el movimiento, levantó levemente su capa dejando ver un grueso libro de tapas duras que llevaba enganchado al cinturón a la altura de la cadera. Sura decidió no comentar nada al respecto, aunque le pareció de lo más curioso.
Cuando llegaron a las mesas, Sura se dio cuenta de que la penumbra se había adueñado de su alrededor, apenas podía ver a unos metros de distancia. Los guardias comenzaron a registrar las pertenencias de los comerciantes que tenían delante en busca de cualquier pista que los delatase como siervos de los dioses o espías.
– No sé qué demonios pretenden encontrar – comentó Percival entre dientes -. ¿Quizás un cartel que diga «Saludos, soy un devoto encubierto»?
Sura sonrió, hacía tiempo que nadie le arrancaba una sonrisa. Eso la complació. Les tocaba a ellos.
– Saludos, Percival, mi buhonero favorito ¿Ya estás de vuelta? – preguntó uno de los soldados.
– Sí, mi querido Tyrel. Luego pasaré por tu casa a cobrar – Sura pudo ver cómo le guiñaba un ojo al hombre y este le devolvía una risa picarona de satisfacción entre su frondosa barba -. Esta muchacha va conmigo, no necesita inspección.
El guardia Tyrel dudó unos instantes. Hizo un movimiento con la cabeza y ambos pasaron por en medio de las mesas sin necesidad de registro.
– Buhonero… – soltó con desprecio Percival – Seguro que no sabe ni lo que significa eso.
– Básicamente eres un recadero, ¿no?
Percival se llevó una mano a la barba, pensativo.
– Sí, pero mensajero suena mejor. Me da una estatus más noble. Buhonero suena a rata de alcantarilla con oro en los bolsillos.
Los dos rieron y siguieron caminando hasta el final del pasillo. La luz volvió a hacer acto de presencia, al igual que el asombro, que volvió a plasmarse en el rostro de Sura. La ciudadela se abría ante ellos. Cientos de puestos de mercancías ofrecían insistentemente sus productos a cualquiera que pasara cerca de ellos y los habitantes correteaban de un lado a otro buscando provisiones al mejor precio para resguardarse del Ocaso. Los edificios eran altos, de al menos tres y cuatro plantas cada uno, se notaba que muchos eran nuevos, habían sido construidos recientemente para albergar el exceso de población. Había una zona a la izquierda de la entrada repleta de tiendas de campaña que empleaban los viajeros de corta estancia, y otra a la derecha con establos, corrales y pocilgas donde se apiñaban a los animales. La parte que más destacaba de la ciudadela era el castillo interior; una pequeña fortaleza que perteneció a la realeza y acabó empleándose como residencia de los soldados y zona de reunión para el cónclave. El bullicio formado era casi ensordecedor. Sura ya había visto masificaciones en otras ciudades y pueblos, pero nunca a ese nivel. Apenas se veía el suelo por el que pisaba y el hedor a sudor y excrementos estuvo a punto de hacerla vomitar. Se tapó la boca con un pequeño trapo que llevaba en su saco y que otras veces le había servido de venda.

– Vamos, Sura. Te llevaré a mi casa – dijo Percival con la mano en la nariz-. Salgamos de esta marabunta.
– No, gracias. Puedo seguir yo sola desde aquí – contestó tajante.
– ¿Segura? Tienes pinta de no haber dormido bajo techo en muchas lunas. Me has caído bien, así que te lo propongo de nuevo. ¿Quieres acompañarme a casa?
Sura se quedó inmóvil valorando sus posibilidades. «Percival no parece un guerrero, podría despacharlo fácilmente, aunque sus armas son otras, las palabras. Quizás esté cayendo en una trampa o quizás solo sea una buena persona intentando ayudar. Al fin y al cabo a eso se dedica, a ayudar. No tengo nada que perder acompañando a este hombre, quizás me pida unas monedas por su hospitalidad». La muchacha lanzó un suspiro inconforme. No le hacía gracia acompañar a un desconocido y, sin embargo, era la mejor opción que tenía. Además, si Percival resultaba tener buenas intenciones, tendría un locuaz compañero con el que pasar el Ocaso.
– De acuerdo, espero que no intentes nada raro o tendré que matarte.
Percival le lanzó una media sonrisa.
– Estoy seguro de que lo harías, pero déjame la cara intacta. Quiero ver desde el más allá como a las mujeres de Windster se les parte el corazón cuando encuentren mi cuerpo.
– Me ha tocado el mujeriego – dijo Sura contrariada.
– Los favores que presto son muy amplios, ya lo verás.
Sura y Percival bordearon la zona donde se apostaban la mayoría de los mercaderes y atravesaron varias calles menos concurridas. Percival parecía dominar a la perfección los callejones de Windster y saludaba a todo aquel que se cruzaba por ellos.
– Estamos cerca, no te separes mucho – advirtió Percival.
Al doblar una de las esquinas de la ciudadela, Sura pudo ver una estructura de piedra rojiza derruida hasta los cimientos. Nada se construía a su alrededor y los habitantes evitaban caminar cerca de ella.
– ¿Qué es eso?
– El viejo templo. En Windster se adoraba a Bhok, el dios del fuego. Ya te puedes imaginar lo que pasó con él cuando los dioses tocaron la tierra. Los ciudadanos lo consideran maldito y se dice que si te acercas lo suficiente al templo, Bhok lanzará una bola de fuego desde los cielos que calcinará todo a su paso – explicó Percival gesticulando con las manos como si fuera él el mismísimo dios.
– ¿Alguna vez ha pasado?
– ¿Lo de la bola de fuego? ¡Qué va! Es para mantener el odio hacia los dioses. Hubo una vez un loco que se subió a las ruinas y comenzó a recitar una oración a Wed, la diosa del agua y enemiga de Bhok, pero solo recibió una paliza de los guardias y la expulsión de la ciudadela. Igualmente la gente no se acerca al templo, aquí son todos muy supersticiosos. Morir calcinado no tiene que ser una experiencia agradable, ¿no crees?
Sura se encogió de hombros.
– Hay formas peores.
– Sí, morir empalado, por ejemplo. ¡Uy! Mira, ya hemos llegado. Te presento el establecimiento de servicios y consumiciones, la taberna “Por si Ocaso”.
El edificio de madera poseía tres plantas con ventanas cuadradas y barrotes de hierro en forma de cruz. En la puerta había un cartel colgante con el nombre y la silueta de una mujer en una pose provocativa. El cartel se sostenía por dos cadenas a un mástil que sobresalía de las partes bajas de un duende pintado en el edificio. Dos borrachos intentaban sobrevivir como podían a un lado de la puerta de madera. Se agarraban el uno al otro y discutían sobre qué dios sería más fácil de derrotar. Dentro del local se escuchaba un jaleo tremendo acompañado de música.
– ¿Vives en un burdel?
– Soy el dueño. Te lo dije, los favores que presto son muy amplios.
– Eso es lo que me vas a pedir a cambio, ¿no? Que me convierta en una más de las chicas que tienes ahí esclavizadas.
Percival se encaró con Sura. La expresión de su cara ahora era mucho más seria. La amabilidad había desaparecido.
– El fin del mundo ha llegado a nuestras tierras, Sura. Yo solo ofrezco un sitio donde olvidar que ahí afuera cualquier cosa puede matarte. Esto antes era un burdel, eso es cierto, pero ya no. Los hombres y mujeres vienen aquí a divertirse y a disfrutar del placer de la ignorancia. Los únicos empleados que tengo son los meseros y cocineros que mantienen el negocio en pie – su rostro se destensó como si hubiera soltado una pesada carga -. No te culpo por juzgarme a mí o mi burdel, yo también lo haría, pero no vas a encontrar nada mejor en Windster. Solo te estoy ofreciendo una cama y, si quieres, compañía.
La respuesta dejó descolocada a Sura que le aguantó la mirada al hombre sin apenas parpadear. Se encogió de hombros nuevamente y aceptó la invitación.
– Vamos dentro – fue lo único que acertó a decir Sura -. Me muero de hambre – Percival volvió a sonreír.
– No te vas a arrepentir.
El burdel estaba repleto de gente. Una banda formada por cinco músicos se encontraba sobre una tarima que hacía de escenario. El espectáculo tenía embelesados a los presentes que pedían una canción tras otra. Los camareros y camareras correteaban de un lado a otro poniendo jarras, recogiendo las mesas circulares, fregando suelos y limpiando los restos que otros dejaban. Una larga barra con dos empleadas se situaba a la izquierda, justo en el lado opuesto a la tarima. Rellenaban jarras de cerveza y vino a destajo.
– El truco para que esto funcione es que los clientes siempre tengan las manos ocupadas, ya sea con cerveza, mujeres o aplaudiendo, sino las emplearán con fines… Digamos… Más violentos – susurró Percival a Sura.
– ¡Percival! – gritaron unos hombres que estaban al final de la sala y la música se detuvo en seco. El dueño alzó los brazos para anunciar su llegada triunfal. Se dedicó un rato a estrechar manos y palabras aduladoras con varios clientes y abrazos con sus empleados.
– ¡Pero bueno, que la música no pare! ¡Que disfruten mis amigos de Windster!
Dicho eso, el burdel volvió a su estado inicial. Tenía razón Percival, la gente se divertía y parecían ignorar que dentro de dos noches se produciría el evento más aterrador de las Tierras Retorcidas.
Percival condujo a Sura escaleras arriba, donde se encontraban las habitaciones. Caminaban por un pasillo de puertas cerradas y gemidos.
– Como ves, aquí no hay distinción entre hombres y mujeres. En la taberna “Por si Ocaso” todos son iguales, unos malditos desgraciados. Aquí ya no se compra el sexo como antaño, se busca. También el dinero ha dejado de tener la importancia que se le daba. Los servicios, los favores y las joyas han cobrado un valor especial.
– ¿Qué me quieres decir con eso? – preguntó Sura extrañada sabiendo la respuesta. Los dos se detuvieron.
– Te tengo que pedir un favor a cambio de dormir aquí.
– ¿Cuál?
– Debes ver a una persona. Al menos, hablar con ella.
– Sabía que no me podía fiar de ti – protestó Sura agarrando el mango de su espada.
– No, por favor – dijo intentando calmarla -.Estás en tu derecho de marcharte sin que nadie oponga resistencia- hizo una pausa. Sura seguía a la defensiva y probó con una confesión -. Sabes que no estás aquí por casualidad. Lo sabes desde que comenzamos a hablar en el portón. Un hombre me pidió que te localizase y te guiase hasta aquí. Dale una oportunidad.
– ¡Maldita sea! – Sura se odió a sí misma por haber cedido tanto terreno ante aquel extraño. La soledad le estaba pasando factura y había caído en una trampa. Se resigno soltando el brazo de su afilada compañera -. Vamos. Quiero ver al tipo que tiene tanto interés en mí – «Y cortarle el cuello si es necesario» pensó.
Caminaron en silencio hasta el final del pasillo. Percival se paró ante una puerta y tocó tres veces con los nudillos, espero un segundo y tocó una última vez.
– Adelante – se escuchó una voz desde el interior.
Percival se adentró en la estancia.
– Hola, hermanito, te he traído lo que me pediste.
Percival hizo un movimiento con las manos para indicarle a la muchacha que pasase. El rostro de Sura se volvió un poema indescifrable.
– Hola, Sura de Eliza. Volvemos a vernos.
Uauuuuu…confieso que sigo «atrapado» con el relato; la descripción excelente, la trama insinuante, todo salpicado con gotas de misterio. ¡¡MUY BUENO!! Quedo a la espera de la continuación….
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Muchas gracias, Beto! Próximamente llegará la siguiente parte. Siempre es de agrader tenerte por aquí.
Un abrazo
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Wow, conforme iba leyendo imaginé que Thomas estaba detrás, creo que no me equivoco… Sigo leyendo esta delicia. Abrazos
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Te perdiste la sorpresa al leer el 4 jajaja
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Cierto, jajajaja, pero lo he dusfrutado igual. Un abrazo
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