
Leer en Wattpad -> El Pacto de Sura
Jamás debimos suplicarles. Jamás debimos hacerles ofrendas. Nos entregamos a su poder y ellos nos trataron como juguetes sin alma. Un justo castigo para un mundo podrido. Ahora conocemos el auténtico significado de la palabra servidumbre. Ahora… Nadie puede detenerlos.
– Malanesh, el primer rey caído.
Sura se despertó con los primeros rayos de luz. La hoguera que la había calentado esa noche se había apagado hacía ya varias horas. Se calzó las botas de cuero negro y se colocó su manto verde. Repasó brevemente sus enseres; espada, ballesta, cuchillos, odre de agua, la mitad del conejo que cazó el día anterior, algunas monedas de plata y su collar de cuentas amarillas. Estaba todo. Dio un fuerte beso al collar por haberla protegido una noche más, volvió a meter sus pertenencias en el saco que usaba para transportarlas y se puso en marcha. Estaba más o menos a un día de Windster, allí encontraría refugio mientras sucedía el Ocaso. No tenía tiempo que perder, pues aún había camino que recorrer y estaba segura de que hallaría algo más que árboles y rocas durante su travesía.
La carretera hasta Windster estaba en unas condiciones pésimas. Antaño era frecuentada por carromatos tirados por caballos y máquinas de vapor, extintas por el nuevo orden, ahora era pasto de la vegetación y el barro, con socavones e irregularidades que la hacían prácticamente intransitable. Aunque Sura no tenía esa clase de problemas, nunca poseía el dinero suficiente para que la llevasen en vehículo y tampoco llegó a conocer las majestuosas máquinas de vapor, pero sí había leído sobre ellas en los libros y había oído hablar de las maravillas que ofrecieron. Unos inventos asombrosos y muy variados salidos de las mentes de los ingenieros de bronce. Desde transportes, hasta armas y utensilios de cocina. Prodigios que rivalizaban con la magia de los dioses. Quizás fue por eso que las deidades acabaron con la ciudad de Ishtal, también llamada la Ciudad Gris por los vapores que las chimeneas desprendían, en primer lugar. La mente curiosa de Sura la llevó en el pasado a intentar visitar las ruinas de Ishtal, sin embargo los caminos se habían vuelto demasiado peligrosos, símbolo de que los dioses no deseaban que nadie fuera testigo de la atrocidad que allí cometieron. El Sol sobre las Tierras Retorcidas jamás volvió a ser el mismo desde la desaparición de la Ciudad Gris.
Sura tendía a evitar las carreteras, seguía las sendas de los lindes situados a varios metros, pero sin perder el rumbo; Con los sentidos bien afinados, la cabeza agachada y un puñal siempre en la mano. La vida en las Tierras Retorcidas le había enseñado varias lecciones a base de golpes, las cicatrices de su cara, que se ocultaban a la sombra de un largo y liso pelo negro, daban testimonio de ello. Los ojos azules de la muchacha no descansaban ni un segundo en busca de peligros: trampas, desniveles, anomalías, animales salvajes, personas o devotos. A estos últimos era a los que más temía y odiaba. Los fanáticos adoradores de los dioses.
Los pies de la mujer se movía veloces entre la maleza sin hacer ruido. Era apenas un suspiro que arrastraba el viento. El manto verde la camuflaba de las miradas indiscretas y su menudo cuerpo la hacía prácticamente invisible. Lo único que delataba su presencia era el saco con sus pertenecías, aunque aprendió una técnica muy valiosa de un cazador de ciervos en el último pueblo que la acogió; ocultar el equipo en un lugar cercano y aventurarse en solitario a explorar la zona antes de continuar. Tardaba más en llegar a su destino, a cambio de preservar su seguridad. Un trato realmente favorable para los tiempos que corrían.
Unas huellas se interpusieron en su camino como una barrera infranqueable. Eran botas humanas, sin duda. Sura se dispuso a realizar su truco, escondió la bolsa en un agujero bajo un árbol marcado y se adelantó con las armas en la mano. No tardó en hallar a los culpables del descuidado rastro. Un grupo de humanos habían ocupado un puesto fronterizo abandonado. Supuso que la construcción perteneció antaño Windster y era usada para controlar los vehículos que entraban a la ciudad. La ciudad no debía estar muy lejos. Los observó durante un tiempo agazapada en el bosque, escudriñado sus movimientos. No llevaban heráldica alguna que los distinguiera, ni parecían devotos. Se limitaban a moverse de un lado a otro de las torres y a pasearse por las almenas como si fueran soldados de tiempos pasados. Tenían pinta de saqueadores. De estúpidos saqueadores. Ahora serían ellos los saqueados. Cuando la noche cayó, Sura se dispuso a perpetrar su ataque.

En otro momento la habrían visto llegar, pero la vegetación se había adueñado de cualquier tipo de visión, incluso penetrando en la roca en un avance aparentemente imparable. Sura aprovechó un hueco entre las rocas para entrar en el campamento improvisado de los saqueadores. Observó los movimientos que realizaban los hombres, todos ellos predecibles. Despachó rápidamente a dos de los saqueadores que patrullaban demasiado lejos del resto. Les degolló antes de que pudieran siquiera lanzar un grito de alarma. El tercero, apostado en una torre del puesto, se topó de bruces con una daga disparada a toda velocidad que tenía como objetivo su frente. Solo quedaban dos más. La mujer se ocultó tras unos barriles carcomidos por el moho, esperaba su momento para atacar de manera sigilosa, aunque este nunca llegó. Los dos tipos charlaban y bebían entre risas sentados en cajas de madera. Uno de ellos era mucho más grande y con una armadura más elaborada que el resto. El otro era un retaco que le reía las gracias entre dientes y que parecía no haber empuñado un arma en su vida. No tendría más de dieciséis años. Ambos se jactaban de su reciente conquista y de la brutalidad con la que habían despachado a los anteriores guardias. No mentían, dos cadáveres, con numerosas flechas clavadas, colgaban de dos largos postes en una zona del campamento. Estaba claro que los habían usado para practicar su puntería con el arco. El hombre fornido comenzó a llamar a uno de sus camaradas para hacer el relevo. Su voz se proyectaba hacia el muro de piedra que interrumpía el paso de los vehículos del camino. Sura entendió que el factor sorpresa estaba a punto de desvanecerse, así que decidió pasar a la acción. Abandonó las sombras para plantarse frente al saqueador y darle muerte.
– ¿Quién eres tú? – preguntó el hombre sorprendido desenvainado su espada y apuntándola hacia Sura. El otro dio un respingo y agarró un arco que estaba apoyado en una tienda de campaña.
– No soy nadie.
El hombre frunció el ceño y dio un rápido repaso a su alrededor. Encontró con la vista los dos cadáveres de sus compañeros y supuso que el tercero de la muralla había corrido la misma suerte. Torció el gesto. Tenía el pelo castaño, una frondosa barba del mismo color y unos penetrantes ojos marrones. Parecía estar curtido en mil batallas.
– Por tu aspecto, no eres una devota. ¿Eres acaso una asesina de los dioses?
– No – se limitó a contestar Sura bajo su capucha.
– Entonces, ¿Por qué la sangre de mis hombres riega este puesto fronterizo? ¿Te hemos agraviado de alguna manera, mujer?
– No – hizo una pausa y, antes de que el saqueador pudiera contestar, lanzó una sentencia -. Mi mano no la mueven ni los hombres, ni los dioses. Le devolveré a los muertos lo que les habéis arrebatado y me llevaré lo que necesite de este lugar como pago.
– En ese caso – dijo haciendo un gesto al hombre delgado para que bajase el arma -. Lucharé contra ti. Seré un saqueador ahora, pero la sangre de Varilia corre por mis venas. Mi nombre es Thomas.
– Muy bien, Thomas de Varilia. Luchemos.
Sura se desprendió del manto verde y dejó al descubierto una armadura de cuero negro. No llevaba mangas y un sinfín de tatuajes negros y cicatrices veladas decoraban sus brazos. Unos pantalones de tela negros con dos cinturones complementaban el atuendo. Dejó caer uno de los cinchos, en el portaba las dagas, y solo se quedó con el que sujetaba la vaina de su espada. En comparación, el arma de Sura era mucho más delgada y ligera que la de Thomas, que parecía mucho más pesada y ornamentada con detalles en oro. «Un arma digna de Varilia » pensó Sura al instante.
– Si no te importa, me quedaré con tu arma cuando ya no la necesites. Seguro que puedo venderla bien.
Thomas lanzó una carcajada.
– Estás muy segura de tu victoria, mujer. ¿Al menos puedo saber tu nombre?
– Sura. Sura de Eliza.
– ¿Eliza, eh? Otra ciudad que cayó a manos de los dioses. Se dice que allí los ingenieros de bronce construyeron una gran refinería de whiskey y aceite. Una lástima que desapareciese del mapa.
La paciencia de Sura llegó al límite.
– No tengo tiempo para hablar de whiskey y aceite, Thomas de Varilia. Acabemos cuanto antes.
Sura dio un paso hacia delante con su aguja en la mano y el fuego en sus ojos. No acostumbraba a hablar con las personas que estaba a punto de matar, fue una sensación un tanto peculiar. Sentía lástima por Thomas.
Sura lanzó una veloz estocada al corazón del hombre que desvió sin dificultad. Tanteó las capacidades de su rival con movimientos rápidos y directos. Thomas interceptaba y esquivaba los envites con agilidad, a pesar de su tamaño, era un diestro espadachín. Cuando el vendaval de ataques cesó, Thomas supo que era su turno de contraatacar. Empuñaba la pesada espada con una sola mano, trazando grandes y letales arcos contra Sura. La mujer sabía que no podía detener los golpes y se limitaba a esquivarlos y corretear alrededor del saqueador.
– Tienes pericia con la espada, Sura de Eliza. Se nota que eres una experta combatiente – elogió a la mujer en un momento de calma -. Serías de gran ayuda para mi mermada compañía.
Los ojos de Sura se entrecerraron en una mueca de odio.
– Yo voy por libre. No necesito a nadie.
El comentario la enfureció de sobremanera y volvió a la carga con mayor rapidez. Se enfocó en distraer al saqueador con ataques altos y, cuando desprotegió su parte inferior, clavó su espada en el muslo del hombre, el cual lanzó un alarido. Thomas apretó los dientes y continuó peleando mientras que la sangre brotaba de su pierna.
– Un error – dijo sorprendió Thomas -. No volverá a ocurrir.
El guerrero arremetió con furia sobre la mujer que esquivó un espadazo en el último momento, lo que no se esperó Sura fue el veloz golpe con el pomo de la espada que le propinó en el hombro. Sura se mantuvo firme y no le dio información a su adversario sobre el dolor que sentía en esos instantes. No iba a rendirse tan fácilmente.
El muchacho delgado observaba el combate a varios metros de distancia. Había tenido a tiro varias veces a la mujer, pero la orden de Thomas había sido clara y no le convenía desobedecerla. Se limitó a disfrutar del duelo y a rezar por que su compañero se alzase con la victoria.
Las chispas brotaban en cada intercambio de acero y el cansancio comenzaba a hacer mella en Sura. Normalmente los duelos que libraba acababan con unas pocas estocadas, sin embargo, la defensa de Thomas era prácticamente infranqueable y los esfuerzos que hacía por esquivar su espada le pasaban factura. De pronto, un campanazo sonó a lo lejos. Provenía del camino por el que había llegado Sura y se propagaba hacia ellos. Junto al estruendo, varias campanas comenzaron a repicar en sonora melodía.
– ¡Thomas! ¡Son devotos! – Exclamó el muchacho corriendo hacia la muralla y pasando por encima de su compañero muerto con horror en su rostro. Agudizó la vista y pudo ver a lo lejos la construcción de madera y hierro que portaba la gran campana, y numerosos devotos a su alrededor agitando con vigor los instrumentos -¡Vienen hacia el puesto fronterizo!
– Siro, recoge los bártulos. Nos vamos – el muchacho asintió y bajó la muralla de un salto para dirigirse a las tiendas de campaña. Thomas envainó -. Parece que debemos aplazar este duelo.
– Eso parece – aceptó la mujer envainando la espada a su vez.
– Te diriges a Windster, ¿cierto?
Sura no respondió.
– Ven con nosotros. No te guardaremos rencor por haber matado a estos mercenarios – argumentó con cierto desprecio -. El único que me importa es mi sobrino Siro y sigue de una pieza. Esos tres idiotas se unieron a nosotros hace diez noches buscando algo de protección, pero, como ya sabrás, en las Tierras Retorcidas no hay lugar seguro.
Sura torció el gesto y terribles recuerdos asaltaron su mente. Los despachó de un plumazo.
– Nos veremos en Windster entonces, pero te advierto algo; Vigila tu espalda, Thomas de Varilia.
Thomas sonrió moviendo la cabeza ante la negativa de Sura que tomó su manto del suelo y su cinturón de dagas. Dio la espalda a los hombres y se dispuso a marcharse por la brecha que le había servido de entrada.
– La soledad no es buena compañera, ni siquiera para una gran guerrera como tú – la mujer no respondió, estaba casi en la brecha -. Nuestras espadas se volverán a encontrar, Sura de Eliza. Este duelo no ha terminado.
Sura se detuvo un momento. Había hecho un amigo de la manera más inesperada. Sus instintos le gritaban a pleno pulmón que fuese con ellos, pero su cabeza le dio una orden clara y concisa «Márchate». Y así lo hizo. Dejó el puesto fronterizo. Dejó a Thomas y Siro a su suerte, y fue en busca de sus pertenencias ocultas en el bosque. Las recogió rápidamente y se adentró aún más en la espesura intentando alejarse lo máximo posible de los devotos. Aún quedaba un largo camino hasta Windster.
Lograste «engancharme» con tu aveza pluma, amigazo.
Aguardo la continuación…
Shalom
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, Beto ❤️
Ya estoy trabajando en la segunda parte.
Un abrazo
Me gustaMe gusta