Los dioses paganos. Deidades de culto popular venerados en pos de un beneficio que parece nunca llegar. Los devotos cristianos castigaron a los fieles paganos y los persiguieron, con aparente éxito, hasta la saciedad. Una auténtica caza de brujas que se extendió por Europa como un fuego incontrolable, pero allí donde la civilización se apaga y la mano de un dios único no alcanza, se sigue venerando a otras divinidades a través de rituales insólitos y palabras procedentes de otro mundo. Este era el caso de Cadavedo, un pueblo situado en las costas del norte de España. Mucho antes de que el cristianismo posase su mano sobre aquellas tierras musulmanas y de que Pelayo unificase la región, el culto a las deidades paganas era el día a día para aquellas gentes.

Tradicionalmente, Cadavedo fue un pueblo de pescadores y ganaderos. Famoso por su localización, próxima a las costas, y de su siempre saludable ganado; vacas, cabras, ovejas y cerdos, e incluso portentosos caballos con los que galopaban por los prados y usaban como animales de carga para transportar las mercancías. El resto de poblados vecinos envidiaban a Cadavedo y les deseaban el mal o se rendían a sus encantos y solicitaban poder pastorear por sus tierras. Fue en aquellas negociaciones cuando el líder del poblado ideó una forma de enriquecer su patrimonio. El trato era el siguiente; él les dejaría pastorear por sus verdes praderas, a cambio de que le entregasen cada año una cría del animal que se beneficiase de su hospitalidad, y así fue. Año tras año, más animales y más beneficio obtenía el pueblo, llegó a tal punto que tuvieron que ampliar los establos, las granjas y construir más casas de piedra para los nuevos habitantes. Lo que no esperaban aquellos pastores venidos a más, era la desgracia que estaba a punto de cernirse sobre sus tierras.

La vida en Cadavedo era sencilla y apacible, o al menos así lo creía Efrén, el hijo menor de una numerosa familia de pescadores. Un muchacho despreocupado que pasaba la mayor parte del tiempo atando y desatando cabos en el muelle, recogiendo hermosas flores y piedras del acantilado, o limpiando pescado junto a su madre y sus hermanas. Nunca se le había dado bien la profesión familiar y su padre se lo reprochaba cada vez que podía. «Tus hermanas ayudan a traer la comida a casa, Efrén, y tú solo nos colmas de ridículas plantas para adornar el patio. ¿Cuándo vas a aprender?». Lo que sí había aprendido el chico era a hacer oídos sordos a las duras exigencias de su padre, aunque, en el fondo, las palabras del pescador caían sobre él como pesadas losas, las cuales Efrén se ocupaba de ocultar rápidamente bajo la alfombra de su corazón.

Una buena tarde, mientras Efrén paseaba por el acantilado y se disponía  a volver a casa, presenció un suceso de lo más inhóspito. Un objeto rasgó el cielo anaranjado sobre su cabeza, dejando una estela muy poco común a su paso. Efrén la observó maravillado. Al principio, creyó que se trataba de un sueño, pero tras pellizcarse el brazo varias veces, se percató de que estaba completamente despierto. El objeto no parecía sólido, sino más bien etéreo. Los pelos de su nuca se erizaron y notó una presencia misteriosa. El color atravesó el atardecer para posarse sobre el mar. Efrén bajó el acantilado a toda prisa y, forzando la vista a través del horizonte, pudo ver el color flotando grácilmente encima de las aguas. Debía ir hasta él. Debía saber que era aquella misteriosa aparición.

Efrén llegó rápidamente al muelle y tomó prestado uno de los botes pesqueros más pequeños. Sobre las maderas desgastadas había un par de remos, redes de pesca y algunos utensilios envueltos en tela como tijeras, cuchillos y anzuelos. Efrén se sentó en uno de los extremos y comenzó a remar hacia atrás, recordando las enseñanzas de su padre.

La noche se apoderó del cielo y la Luna llena guiaba el bote de Efrén. «Debe estar por aquí». Se decía el chico escudriñando las aguas, hasta que, por fin, pudo ver un destello que le desveló la ubicación del objeto. Se acercó lo más rápido que pudo. Cuando estuvo casi encima, detuvo la barca clavando los dos remos en el mar. Según el muchacho, el color poseía el tono más bello del mundo. Jamás había visto cosa igual. Era como si la Luna y el Sol se hubiesen puesto de acuerdo para iluminar el mismo lugar y, de su mezcla, hubiese surgido unresplandor insólito para los hombres.

Efrén tomó las redes desgastadas y las lanzó al agua en un intento de agarrar el objeto. Era tan brillante que no podía mirarlo muy detenidamente. Tras un par de intentos, dio en el blanco. Agarró con fuerza los extremos y comenzó a tirar. Era realmente pesado. A medio camino, Efrén notó que algo se desprendía y la carga se hizo mucho más ligera. Temió que hubiese perdido a su presa, al igual que lo hacían los pescadores menos pacientes, pero pronto llegaría la recompensa. Ya estaba tan cerca que podía estirar la mano y cogerlo. Así lo hizo. Introdujo la mano en el color y agarró del fondo de las redes un colgante. La luz desapareció del agua.

Efrén examinó el dije concienzudamente. Le resultaba exótico, como traído de otro mundo. Se componía de una cuerda sólida de un material negro y rugoso, enganchada a una placa de oro circular con un misterioso símbolo grabado: un círculo con un punto en el centro del que brotaban tres látigos retorcidos. Efrén estuvo examinando el objeto por delante y por detrás, hasta que el helor del mar se coló por su camisa de lana, un escalofrío le recorrió el cuerpo y supo que era el momento de volver. Efrén pensó que el lugar más seguro para el medallón era su propio cuello, así que se lo colocó sin dudarlo un instante. Sorprendentemente, el frío cesó y una sensación cálida le traspasó el pecho. El muchacho sonrió, hacía mucho tiempo que no ejercía su derecho a sonreír y eso le hizo sentir bien.Agarró con fuerza los remos y navegó lo más rápido que pudo hasta la orilla.Ya en tierra firme, dejó el bote donde lo había encontrado y fue corriendo a casa. Ya era tarde y seguro que su padre le esperaba con algo más que palabras.

La puerta estaba abierta. Nunca se cerraba hasta que toda la familia Gadea había cruzado el umbral.Efrén abatió la puerta tras de sí, asegurándola con un pestillo medio oxidado y un tablón de madera. No escuchaba ningún sonido. Nadie hablaba, ni reía, ni canturreaba. Era muy extraño. «Ya he vuelto» dijo rompiendo el silencio infernal y caminó con paso firme hasta el comedor. Encontró a su familia de rodillas, rezando alrededor de un cordero degollado y una cesta de peces, murmuraban sus plegarias con una fe inquebrantable hacia la deidad Deva, la cual había protegido y llenado de bendiciones a la familia Gadea durante generaciones. Además de sus hermanas, también estaban sus tíos y primos. Entonces Efrén recordó la importancia de aquel día y de que no había cumplido su parte de las ofrendas. La mirada de odio que le lanzó su padre lo dijo todo.

Al padre de Efrén le encantaba usar una vieja rama de morera para imponer su ley. Cuando todos los familiares se marcharon de la casa, el hombre entró en la habitación de Efrén y sus hermanas, y le propinó diez goles que le dejaron la espalda bien dolorida. Parecía que la rama había sido diseñada con ese único fin.Desde que sus antepasados la plantaran hace más de cien años, el árbol había crecido al menos quince metros de alto y otros tantos de ancho, con un tronco robusto y unas ramas espigadas que ofrecían moras rojas y negras. Esa rama en concreto, ese instrumento de castigo, era el mismo que usaba el abuelo de Efrén para azotar a su padre. La madera era extremadamente flexible y con pequeñas espinas que se habían ido desgastando con el tiempo. Sin duda, era perfecto para su cometido. Aunque a Efrén no le importó mucho, aquella vez no dolió tanto como las anteriores. Su mente, sus manos y sus ojos, estaban fijos en el medallón que había encontrado. Se pasó la noche encorvado en la cama y con el torso al aire para que el frío calmara el dolor. Observaba el objeto bajo la luz de la luna mientras las hermanas dormían a su alrededor y lanzaban palabras al azar que delataban sus sueños. Efrén quería desentrañar los secretos que guardaba y saber de dónde procedía el extraño color que había caído del cielo.

A la mañana siguiente, Efrén y su nuevo colgante se dirigieron al pueblo de Cadavedo, tenía que hacer unos recados y no quería volver a desobedecer a su padre. Tenía que comprar leche, carne y huevos en los puestos del mercadillo. Caminaba decidido y dispuesto entre los hombres y mujeres del pueblo, tenía fuerzas a pesar de haber pasado la noche en vela y las heridas de los latigazos apenas le dolían. Efrén realizó las tareas sin demora y, cuando se disponía a volver, un mercader local clavó sus codiciosos ojos en el medallón.

– Que extraña joya llevas al cuello, hijo de Gadea – dijo el mercader con malicia.

– Sí, es muy especial – contestó Efrén agarrando el colgante.

– ¿Podría ofrecerte un precio por él?

– Lo siento, señor Gándara, no está en venta – el hombre torció el gesto, no estaba acostumbrado a recibir negativas.

– ¿Seguro? He oído que tu padre ha tenido un mal año en el mar. Yo podría engordar su ganado a cambio de lo que tú posees.

– No me cabe duda, es usted un gran mercader, pero le repito que no está en venta. Adiós – contestó el muchacho tajante.

Efrén abandonó el puesto a paso ligero con la mirada del mercader aún puesta en el brillo del medallón. Un susurro cargado de codicia se escuchó tras las pisadas del chico, «Esa joya colgará de mi cuello. Ya lo verás, Efrén, hijo de Gadea».

Esa misma noche, mientras que la familia Gadea rezaba alrededor de la mesa, un viento del este abrió de par en par las ventanas de la casa.

– ¡Demonios! – gritó el padre apresurándose a cerrarlas. Antes de volver con su familia, dos golpes secos llamaron a la puerta -. ¿Quién será a estas horas? – se preguntó malhumorado. Tras la madera aguardaba el opulento señor Gándara, vestido de manera elegante; con una media capa que le tapaba la mitad del cuerpo y un sombrero de cuero marrón con una larga pluma de pavo, además de un jubón y unas largas calzas. Tras él, cuatro hombres armados con espadas rudimentarias aguardaban la orden de su amo.

– Prósperas noches, Antón Gadea.

– Buenas noches, señor Gándara, ¿Qué le trae a mi humilde casa?

– Estoy buscando a tu hijo.

– Si se ha metido en algún entuerto, yo mismo le castigaré.

– No, Antón, ni mucho menos – dijo el comerciante entrando en la casa sin permiso y buscando con la mirada al muchacho, lo encontró sentado en la mesa junto al resto de la familia, en silencio.

– ¿Entonces?

– Es un asunto de negocios. Tu hijo posee algo que yo deseo y he venido a realizar mi oferta – se giró de nuevo hacia el hombre -.Siete de mis mejores vacas por el colgante que lleva al cuello – pronunció sonriendo de manera altanera, como si sus ofertas jamás fueran rechazadas. Mostraba los dientes con la avaricia característica de los mercaderes, imaginando la joya alrededor de su cuello. El padre de familia se sobresaltó con la propuesta.

– Debe de ser algo muy valioso.

– Es un capricho, y tú has sido el afortunado poseedor del objeto de mis miradas. ¿Aceptas mi ofrecimiento?

– ¡No! – exclamó Efrén levantándose de la silla -. ¡Es mío! Yo lo encontré.

– ¡Silencio, Efrén! – ordenó su padre agachando la cabeza pensativo -. Este año ha sido realmente duro y el ganado nos vendría muy bien. De acuerdo, aceptamos el trato – concluyó.

El rostro del muchacho se descompuso, como una estatua de cera demasiado cerca de las brasas. De pronto, una voz sonó en su mente, de hecho, era un amalgama de varias entonando al mismo tiempo. Intrusos provenientes del collar. «No temas, Efrén el Salvador. Volveremos a ti. Tú nos has salvado». El chico sacudió la cabeza intentando sacar las voces de su cabeza, pero retumbaban incontrolables por su alma.Con gran pesar, Efrén se quitó el colgante y se lo ofreció al opulento mercader.

– ¿Ves, muchacho? Era un trato sencillo. No debimos molestar a tu padre, ¿cierto, Antón?

– Sí – afirmó cabizbajo.

La mirada de odio que clavó Efrén sobre el codicioso mercader fue suficiente para espantarle, aunque ya poseía el botín que había venido a buscar.

– Mañana recibirás las vacas. Buenas noches, familia Gadea.

– Buenas noches, señor Gándara – Antón cerró de un portazo.

A la mañana siguiente, los hombres del señor Gándara llevaron a la casa de Efrén las cabezas de ganado como el comerciante había prometido, pero no eran ni mucho menos las mejores. Una de las vacas cojeaba y otra estaba tan delgada que parecía estar al borde la muerte. Antón agachó la cabeza y no protestó. Ordenó a su hijo que pusiera las vacas en el redil y se marchó furioso al pueblo. Efrén cumplió la voluntad de su padre sin mediar palabra con él. Estaba abatido, era como si se hubieran llevado una parte de él. Perder un brazo le habría dolido menos, y, además, estaba la traición de su padre, que había aceptado el trato a pesar de que Efrén no deseaba desprenderse del colgante.

Mientras que encerraba a las vacas, el muchacho tuvo una sensación extraña, como si le estuvieran observando. Venía del pequeño bosque de robles que se alzaba cerca de la casa. Las hojas de los árboles se agitaban con el viento, aunque también lo hacían los troncos a su vez, hecho que extrañó a Efrén. Terminó la tarea y se acercó a ver qué encontraba allí. Tenía un cuchillo en su cinturón, el cual nunca había usado como arma, pero le daba cierta confianza para aventurarse en lugares inhóspitos.

Las ramas secas crujían bajo sus pies y el Sol había sido opacado por los grandes señores del bosque. Las alimañas corrían de un lado a otro huyendo del visitante y el viento silbaba entre los troncos. Efrén continuó aventurándose hasta que escuchó algo que nunca antes había oído. Una especie de gruñido mezclado con una respiración jadeante, sobrecogieron el corazón de Efrén. Se dirigió hacia el sonido y, tras apartar un par de ramas, los vio por primera vez. El aire se esfumó de sus pulmones y sus ojos parecían querer escapar de sus órbitas. Efrén quedó mudo y fascinado. Aquellos seres no eran de su mundo, eso era más que evidente, pero tampoco parecían pertenecer a ningún lugar. Su aspecto era retorcido y macabro, una broma de la naturaleza hecha animal. No eran cuervos, ni topos, ni búhos, ni hormigas, ni seres humanos en descomposición; eran un hibrido de todos ellos. Tenían piernas y brazos como los humanos, y alas como las aves, antenas como los insectos y una boca llena de dientes como los carnívoros más feroces. Daban saltos torpes, impulsándose con sus pies palmeados y sus alas membranosas. Efrén dio un paso atrás y un crujido bajo sus pies delató su posición.

Las bestias deformes se giraron hacia el chico, que comenzó a correr en dirección contraria. Apenas recorrió unos metros cuando le rodearon por completo. Efrén sacó su cuchillo para enfrentarse a ellas, apuntándoles tembloroso con el pequeño acero. Estaban por todas partes. Se ocultaban tras los árboles y el follaje, y no dejaban de lanzar gruñidos y chasquidos, parecían hablar entre ellas en un lenguaje completamente desconocido para Efrén. Pasaron unos segundos en los que el muchacho se encomendó a todos los dioses que conocía, hasta que apareció el líder de esos seres, un monstruo más parecido a un humano demacrado que a un insecto.

– Efrén el Salvador – masculló torpemente entre dientes. Unas lágrimas de terror recorrieron las mejillas del chico. Rezos y más rezos recorrían su cabeza.

– ¿Quiénes sois?

– Somos amigos. Tú nos has salvado -. La voz era muy similar a la que le había hablado a través del collar. Efrén bajó el cuchillo sabiendo que no le iba a servir de nada.

– ¿Qué queréis de mí?

Las bestias que lo rodeaban seguían chasqueando en su idioma y moviendo las antenas sin cesar, el líder las escuchaba paciente.

– Comida – tradujo finalmente dando un paso hacia el chico que retrocedió de manera instintiva. El pulso de Efrén se disparó, su corazón latía tan rápido que podía notarlo en la piel.

– ¿Me vais a comer?

– No. Queremos lo que has encerrado. Blanco y negro.

Efrén miró al suelo pensativo.

– ¿Queréis las vacas?

El ser asintió.

– ¿Y qué pasa con el collar? Lo quiero de vuelta.

De nuevo, los seres comenzaron a discutir entre ellos.

– Danos comida y te ayudaremos, Efrén el Salvador -. El líder soltó un potente gruñido y los monstruos se retiraron a las profundidades del bosque. Efrén estuvo a punto de desmayarse sobre las hojas secas. La vista se le nubló por unos segundos y tuvo que sentarse. No sabía qué hacer. Si les entregaba las vacas, su padre se enfadaría mucho y su familia se quedaría sin reservas para el invierno, pero, por otra parte, deseaba el colgante más que nada en el mundo. Con cuidado de no volver a encontrar a esos seres, volvió a casa. Deseaba contarle a su familia lo que había sucedido en el bosque, era la idea más sensata, aunque estaba seguro de que no le creerían. De hecho, nunca confiaban en él para realizar ninguna tarea importante, decían que tenía la cabeza demasiado atolondrada para hacer nada a derechas. «Eso va a cambiar», – pensó «Recuperaré el colgante y les mostraré de lo que soy capaz».

Esa misma noche, se escabulló a hurtadillas de la habitación de sus hermanas y fue directo al redil donde estaban las vacas. Podía sentir sus ojos negros, sus largas antenas y sus bocas relamiéndose, le observaban desde la espesura del bosque. Tomó dos de las vacas más desmejoradas, les ató una cuerda al cuello y las condujo hasta ellos. Los animales no se resistieron lo más mínimo. Cuando estaba a punto de entrar en el linde del bosque, la voz del líder sonó entre los robles.

– Déjalas ahí, Efrén el Salvador. ¡Márchate!

Efrén no contestó y se fue corriendo de vuelta a casa. A la mañana siguiente, en el lugar donde había dejado a las vacas solo quedaban las cuerdas con las que las había condenado. Se arrodilló junto a ellas para recogerlas y comenzó a llorar desconsolado. Jamás le había hecho daño a ningún ser vivo, es más, apreciaba mucho la naturaleza y se sentía incómodo comiendo carne en general, pero comprendía que debía hacerlo por su propia supervivencia. Sin embargo, aquel acto despreciable pesaría sobre su conciencia hasta muchos días después.

Esa misma tarde, Antón castigó a su hijo por haber perdido las dos cabezas de ganado. Le golpeó con su rama de morera en las heridas de días anteriores hasta verle sangrar. En cada latigazo, el hombre descargaba su frustración por haber sido pisoteado por el señor Gándara y la rabia que sentía por tener un hijo que consideraba indigno de él. Efrén recibió el castigo con entereza, no derramó ni una sola lágrima y se mantuvo firme agarrando fuertemente la silla donde solía ser castigado. Pensaba en los extraños seres del bosque y en las vacas que había sacrificado en su nombre, pero sobre todo en el colgante. Lo anhelaba más y más cada segundo que pasaba.

La noche no fue mejor. Su cama estaba cerca de una pequeña ventanita desde la que se veía el bosque. Se despertaba a cada momento creyendo escuchar los chasquidos de los monstruos, sus aleteos incesantes y hasta le parecía notar sus finas antenas acariciándole la piel. Llamándole en susurros. Solicitando más alimento. Reclamando más sangre.

* * *

El otoño dio paso al invierno y el bosque se tiñó de blanco. Cada dos semanas, Efrén iba a visitar a los seres y estos le exigían más comida. Solo les había entregado una vaca más, así que comenzaron a buscar comida por su cuenta. Habían acabado con la población de conejos y liebres, así como con la de lavercas y perdices que osaban acercarse demasiado. Cada vez eran más numerosos, Efrén había podido ver los sacos viscosos que dejaban enganchados en los robles. Utilizaban las aberturas de los troncos; donde antes había nidos de pájaros y casas de ardillas, ahora se aposentaban los huevos negros y verdosos que parecían absorber la energía del árbol, dejándolo marchito.  « ¿Cuándo recuperaré mi colgante?» preguntaba el muchacho en cada visita y siempre recibía la misma respuesta por parte del alfa «Pronto, Efrén el Salvador. Pronto».

La desesperación carcomió la felicidad de Efrén. Se pasaba los días afligido, apenas comía y la ira se apoderaba de él cuando sus hermanas le molestaban. La situación con su padre se había vuelto insostenible, el cual también había comenzado a descargar su furia sobre la madre, que lloraba cada noche en silencio. Así que, en una de esas noches que no pudo soportar más estar en esa casa, Efrén huyó hacia el bosque en busca de refugio. El alfa le recibió con los brazos abiertos, como era costumbre en él, y le preguntó torpemente que le sucedía. Igual de torpe fue la respuesta de Efrén que se deshizo en llanto, hasta que la voz de su padre le reclamó. El hombre había entrado en el bosque armado con su fiel rama de morera. Antón rugía entre los árboles y la nieve, sin percatarse de lo que tenía a su alrededor. Con cada llamado, pronunciaba insultos y maldecía al muchacho.

– ¿Ese es tu hacedor? – preguntó el alfa haciendo un sonido mucho más raro de lo habitual. Un silbido que se escapaba entre sus colmillos.

– Sí, es mi padre. Debo marcharme.

– Nuestro hacedor nunca ha sido malvado con nosotros. Servimos su voluntad y él nos recompensa con sus dones – habló moviendo las manos. Exhibiéndose. Como si su cuerpo fuera un regalo de ese “hacedor” del que tanto hablaba -. También podría ser el tuyo, si lo deseas, Efrén el Salvador.

La mente de Efrén se llenó de ideas que correteaban frenéticas por su cabeza. No podía traicionar de esa forma a su padre, pero el hombre siempre había sido mezquino con él. No le elogiaba cuando encontraba una flor rara en el prado, ni cuando limpiaba la casa, ni cuando salía al pueblo a hacer recados. No, solo le castigaba y le golpeaba vilmente. Entonces, las heridas de Efrén se abrieron, no solo las de su espalda, sino también las de su corazón. Todas comenzaron a sangrar hasta que no quedó ni una gota en su cuerpo. Quedó exhausto.

– De acuerdo – susurró Efrén cabizbajo ocultando sus ojos tras una cortina de lágrimas, pelo y nieve.

El alfa se alzó alcanzando su estatura máxima, más de dos metros de alto.

– Ese humano no volverá a hacerte daño – y se marchó volando en dirección al intruso del bosque.

Gritos. Aleteos. Llamada de auxilio. Gruñidos. Silencio.

Ya estaba hecho. No había vuelta atrás. Efrén descubrió una nueva cualidad que desconocía. La de destruir. La de matar.

El alfa volvió ante él, tenía la boca y las garras de color carmesí. La sangre de su padre goteaba hasta encontrarse con la nieve y las hojas marchitas. El ser portaba la vara de morera entre sus afilados dedos.

– ¿Qué quieres que haga con esto?

Efrén la observó con odio, un sentimiento que jamás había tenido cabida en su bondadoso corazón. Agarró el palo. Le repugnaba solo tocarlo. Unas nauseas terribles le recorrieron el estómago, tuvo que refrenar las ganas de vomitar. Lo pensó por un momento, fue fugaz como un destello en la noche. Podía transformarse en él, tenía entre las manos su instrumento de tortura. Sin embrago, no albergaba tal deseo en su interior. No era un torturador. Se convertiría en algo más. Le devolvió la vara al alfa.

– Hazlo trizas, al igual que has hecho con mi padre. Que no pueda causar más dolor.

El ser obedeció la orden. Trituró el palo entre sus garras y las esparció por el bosque.

– Estás preparado para recuperar el colgante, Efrén el Salvador. Nuestro amo nos reclama.

* * *

Efrén había cambiado, ya casi no sentía empatía por lo que le rodeaba. Permaneció varios días junto a los Byakhee, los seres del bosque. Se ocultaba del crimen que había cometido y del que apenas sentía remordimiento. Aprendió el lenguaje secreto de los Byakhee; cada chasquido, cada gruñido y cada gesto, tenía su significado. Memorizó algunas órdenes del alfa, como la de ocultarse, la de alimentarse y la de matar. Era fácil para Efrén, demasiado fácil.

Cuando la nieve se derritió sobre los caminos que llevaban al pueblo, Efrén decidió recuperar lo que era suyo. Comandó a los Byakhee hasta Cadavedo. Obedecían cada uno de sus mandatos como si él mismo fuera el hacedor. El alfa siempre se posicionaba a su lado, como portavoz y guardaespaldas. Apenas quedaba rastro del niño que se preocupaba por la naturaleza, las personas y los dioses a los que tanto había rezado, ya que estos jamás se habían preocupado por él. Sabía que pertenecía a otro lugar.

– Consumidlos. Que no quede ni uno con vida. Y traedme al hombre que porta mi colgante– dijo con cierta tristeza en su voz -. Pero no hagáis daño a mi madre ni a mis hermanas -. Los Byakhee sabían quiénes eran, las habían visto en casa de Efrén, jugueteando por el prado o tendiendo la ropa. No les harían ningún mal. Igualmente, Efrén había tomado precauciones, les había dejado una nota diciendo que no fueran al pueblo ese día.

El alfa guio a sus hermanos por Cadavedo como un feroz huracán compuesto de garras y alas. Los monstruos se retorcían de placer con la mera presencia de sus presas. Succionaban la sangre de los humanos hasta no dejar más que una cascara gris y decrépita, y, si después de eso seguían con hambre, devoraban la carne e incluso los huesos. La mañana se tornó roja en el pueblo, los gritos y las súplicas no detenían a las bestias que no distinguían sexo o edad. Finalmente, llegó el silencio. Un silencio roto por una única súplica. La del mercader.

– Hola, señor Gándara.

– ¡Hijo de Gadea! – Exclamó sorprendido el hombre-. ¿Tú has hecho esto?

– No. ¡Tú lo has provocado! – la furia invadió el pequeño cuerpo del chico que no apartaba la vista del colgante que llevaba el mercader en el cuello. Los dientes asomaron en la boca del muchacho, unos dientes que habían sufrido un cambio esos días, se habían afilado. Se parecían más a los del Byakhee que a los de los humanos.

– ¿Es por el colgante? – dedujo al instante el mercader quitándose la joya del cuello y dejándola en el suelo -. Es tuyo. Perdóname la vida, por favor.

– Eres patético, al igual que mi padre. ¿Crees que es la codicia del oro la que mueve la mano del poderoso?Lamento decirte que estás equivocado. Hay sentimientos mucho más profundos de los que tomar posesión. El miedo, por ejemplo – la voz del chico había cambiado, era mucho más oscura y profunda -. Verte postrado, temblando de miedo y rogando por tu vida me alimenta, señor Gándara. Es lo único que he deseado desde que te llevaste lo que es mío. Verte suplicar.

El alfa estaba justo al lado de Efrén. Esbozaba una mueca parecida a una sonrisa. Efrén se acercó lentamente al mercader, tomó el colgante y le dedicó una mirada de desprecio. Dos chasquidos y un gruñido; “Matad”. Los Byakhee se lanzaron sobre el mercader dejando sin dueño las ropas refinadas y las joyas del hombre.

Efrén se regocijó en la matanza que había provocado y, finalmente, se colocó el medallón. Lo que tanto había deseado y por lo que lo había sacrificado todo, incluso su humanidad. La voz le habló de nuevo, aunque esta vez la recibió como a una vieja amiga «Lo has hecho bien, Efrén el Salvador. Conquista en mi honor y no te detengas hasta haber consumido a cualquiera que se cruce en tu camino. La raza humana servirá al Gran Plan como ya lo hicieron otras civilizaciones antes. Desde hoy, serás conocido como Efrén el Pastor de Hombres. » El medallón comenzó a brillar en un tono ámbar intenso. Los látigos se movían sin control como si hubieran cobrado vida. Visiones de un mundo desconocido llegaron a la mente de Efrén, colores jamás vistos, construcciones de otro tiempo y seres de otra dimensión llenaron sus recuerdos. La última de ellas, fue la de la criatura que le hablaba desde el interior del medallón. Un dios gigantesco con patas de pulpo moradas que se ocultaba tras una túnica amarilla con una capucha en forma de corona; Hastur, el Rey Amarillo.

– Sí, Hacedor. Cumpliré su voluntad – los ojos del muchacho se volvieron amarillos y una terrible transformación empezó a transfigurar su carne. Necesitaba un aspecto acorde a su nuevo cargo; Avatar de Hastur.

Por fin alguien le tendía la mano a Efrén. Un ser de otro espacio y tiempo. Una deidad destructiva y cruel, pero un dios al fin y al cabo.

FIN

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