El 4 de agosto de 2048, el pequeño Paulsen nació a los 48 días de que su madre entrara al hospital. Fueron casi dos meses de parto agonizante que dejaron exhausta a la pobre Cristin. Como si supiera el futuro que le esperaba, Paulsen se negó a abandonar el útero materno aferrándose a él con todas sus fuerzas, pero la naturaleza pudo más. Finalmente, un horrible bebé de ojos claros y piel arrugada se recostaba entre los brazos de su madre. Apenas gritó. Estaba agotado de combatir lo imposible.

Paulsen vivió una infancia plagada de infortunios. Su padre se desentendió de él y continuó su vida como si nada. Su madre, incapaz de encontrar trabajo, tuvo que pedir un préstamo a sabiendas de que era inviable devolver la desorbitada suma que le exigía el banco. La casa que habitaban era un destartalado piso en la calle Gañes, con una placa que indicaba que el edificio era el número 48. Las ratas correteaban a menudo por su cuna y se asustaban mutuamente lanzándose quejidos y chillidos sórdidos. El pequeño no pronunció una palabra hasta tener exactamente cuatro años, ni más ni menos que el día de su cumpleaños. «Mamil», fue la palabra que salió de su boca. Aquella voz angelical hizo las delicias de Cristin. Ella no podía estar más contenta de que, por fin, su hijo se comunicara con ella, aunque la felicidad le duró más bien poco pues, el pequeño Paulsen, solo repetía esa palabra, era casi como un mantra para él.

En la guardería, la mayoría de niños lo repudiaban y evitaban jugar con él, y las cuidadoras lo apartaban del grupo siempre que podían. «Paulsen es un niño muy raro y muy feo», decían a escondidas de Cristin, sin embargo, le sonreían todos los meses cuando entraba por la puerta y pagaba la cuota. Cristin lloraba muchas noches abrazada a su hijo y le repetía con voz calmada, «No eres raro, ni feo, solo eres diferente». Una de esas angostas noches fue cuando el pequeño pronunció su segunda palabra, «Rari».

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El tiempo pasó y en la calle Gañes nada cambiaba. Paulsen seguía hablando como un completo extraterrestre y formando oraciones extrañas que a su madre ya no le pillaban por sorpresa. No fue hasta que comenzó a comprender las matemáticas que Paulsen comenzó a expresarse correctamente.

— Hola, madre – dijo un joven Paulsen volviendo de la escuela.

Aquella frase hizo que Cristin cayera de rodillas y abrazara a su hijo como nunca antes lo había hecho.

— Paulsen, eres un niño increíble.

— Madre, quiero que mi nombre ahora sea Paulseen, con dos «es». ¿Te parece bien?

— Puedes llamarte como quieras – contestó Cristin sonriente.

Paulsen cambió su nombre por Paluseen y se sintió renacer. A pesar del evidente parecido, su nombre de nacimiento no coincidía con el número 48. El chico desarrollo una obsesión con ese número, dejándose llevar por él como si fuera un farol que guiaba su camino. Hizo una tabla con letras y números, asignándole a cada letra del alfabeto un valor correspondiente a su posición; la «a» era el 1, la «b» el dos y así con cada uno. El nombre Paulsen le faltaba una letra para llegar hasta la cifra mágica.

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Los años transcurrieron en la calle Gañes y algo cambió. Paulseen se graduó con honores y comenzó a estudiar matemáticas en la universidad. Su psicosis con la numerología, le había llevado a memorizar teoremas completos y a resolver ecuaciones complejas en cuestión de minutos. Era una calculadora humana.

— Oye, Paulseen – dijo uno de sus compañeros de facultad mientras agarraba la cintura de una chica sonriente de más—. 324 multiplicado 549.

— Esa es fácil: 177876 – contestó el chico sentado en un sofá. Siempre le invitaban a las fiestas, aunque él sabía que lo hacían para luego poder pedirle ayuda con los exámenes.

— Te lo dije, nena, es un loco de las mates. Espera, esta mola más. Oye, Paulseen, ¿cuál es número de esta preciosidad?

— ¿Cuál es tú nombre?

— Eva – dijo la muchacha.

— Ese es un nombre terrible, ¿has pensado en cambiártelo? – preguntó Paulseen contrariado.

— La verdad es que no, ¿qué le pasa a mi nombre?

— Eva es el número 29 y además es el décimo primo. Un completo desastre, vaya. Yo lo cambiaría por algo así como Evra. Ten cuidado, Pablo, yo no me la jugaría – A Paulseen no le gustaban los números primos altos, decía que estaban muy limitados.

Esa noche fue la última fiesta a la que invitaron a Paulseen, pero a él no le importó demasiado. Estaba tan enfrascado en sus asuntos que prefería no perder el tiempo con trivialidades.

A la edad de 23 años, su madre enfermó de gravedad. El chico cuidó de ella hasta que no pudo más y, al año siguiente, falleció de un paro cardiaco. Aquello no sorprendió a Paulseen, 24 era la mitad de 48, por lo que era evidente que ese año tendría un evento desagradable. Se lamentó, aunque no derramó una lágrima. Lo veía como algo natural que iba a suceder y era imposible impedirlo. Parecía que nada le sorprendía, lo único que necesitaba eran sus números para conocer el futuro.

Paulseen ya no se sentía a gusto en la calle Gañes, a pesar de que Gañes tuviera el número 48 y viviera el piso 48, aquella calle le recordaba a su madre Cristin, una vertiginosa 84. No, no podía seguir viviendo allí, así que se mudó a una ciudad próxima, Carava. Encontró una buena oferta por 480€ en un edificio de ocho plantas, y ¿A que no adivinan cuál era su habitación? Exacto. La número 4.

Paulseen consiguió un puesto de contable y negoció el contrato para trabajar desde casa. Prefería mantenerse en la soledad de su vivienda a tener que aguantar a las insufribles personas que, de seguro, pululaban por su empresa. Se divertía mirando por la ventana y jugando con las matriculas de los coches hasta relacionarlas con el número mágico. Incluso llegó a cambiar las baldosas del suelo para que tuvieran exactamente 4 de largo por 8 de ancho. Su vida era, bajo su punto de vista, absolutamente precisa y perfecta.

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Las estaciones transcurrieron en Carava, avanzaban implacables e insaciables. Los abriles y agostos pesaban demasiado sobre la mente aturullada de Paulseen como para darse cuenta de un hecho completamente aterrador y que había obviado de manera casi involuntaria; tenía 47 años. Su tiempo estaba próximo a expirar. La numerología había hablado, debía ser él quien pusiera fin a su existencia. Con la calma que siempre lo caracterizó, el día de su cumpleaños se llenó una bañera de agua templada, sacó una hoja de su cuchilla para afeitar y se dispuso a terminar con su vida. Un inusual descuido le salvó la vida, dejó el grifo abierto y la vecina de abajo llamó a emergencias en vista de que Paulseen no contestaba y una gotera enorme se estaba formando en su techo. 48 horas después, se despertó en el hospital Virgen del Sacer con las muñecas vendadas y envuelto en oscuridad. Se lamentó 48 veces por su torpeza. Un médico entró por la puerta y subió las persianas, la luz le cegó. No era un hombre, sino una mujer de bata blanca, pelo rubio, ojos verdes y amplia sonrisa en su cara. Paulseen quedó prendido al instante.

— Ha ido de muy poco, señor… — hizo una pausa mirando el informe —. Paulseen. Que nombre más curioso. Mi nombre es María, ¿cómo se encuentra? – Paulseen no contestó, estaba boquiabierto. Cautivado por la mujer que se mostraba sonriente al lado de su cama —. Vaya, parece que ha tenido una conmoción – añadió tomando una pequeña linterna de su bolsillo.

— No, no, estoy bien. Es solo que nunca había estado antes en una situación así – María no era un buen nombre, era el número 43 y el catorceavo primo, pero, por un instante, le dio igual lo alta o lo baja que fuese la cifra.

— A nadie le gustaría estar en una situación así, eso seguro. Bueno, señor Paulseen, el informe indica que usted ya está bien. Le tendremos ingresado un tiempo en un nuevo programa para personas en su misma situación que yo misma dirijo. — Olía a vainilla. Sus labios eran rosados y carnosos. Su pelo era dorado como el Sol, el cual tanto detestaba. Y su piel blanca como la nieve.

— Asistiré, doctora – dijo tímidamente.

— Puedes llamarme María – le guiñó un ojo.

 — De acuerdo –sonrió. Ya no recordaba cuando fue la última vez que lo hizo, pero le gustaba la sensación.

Paulseen asistió a las terapias de grupo que la doctora María realizaba y, cuando reunió el valor suficiente, la invitó a tomar un café. María no había tenido suerte en el amor, a sus 43 años seguía soltera y había desistido en encontrar a un hombre que la hiciera feliz, prefería la compañía de sus perros y el placer de la lectura.

Poco a poco, Paulseen y María fueron quedando más a menudo. Siempre que él la miraba de esa forma tan especial, ella bajaba la vista ruborizada. Sus sonrisas se convirtieron en palabras, y las palabras en susurros, y lo susurros se transformaron en besos. Estaban enamorados. Se marcharon Carava y esta vez no le importó que el pueblo tuviera un letra de más o una de menos. Ese mismo año, María se quedó embarazada, antes de que él pudiera cumplir los 49. La alegría inundaba a Paulseen cada mañana y compartía la felicidad con su mujer cada noche. Al fin lloró la muerte de su madre y abandonó su obsesión por la numerología. Se lamentó por haber desperdiciado tanto tiempo de su vida ofuscado en la idea de que los números controlaban su destino. Ahora se encontraba completo.

Cuando Paulseen cumplió los 87 años y su hija ya rondaba los 48, le detectaron cáncer de próstata. El hombre aceptó la noticia con tristeza y dedicó cada instante que le restaba a compartirlo con su mujer e hija. 4 años después, se encontraba postrado en una cama.

— No puede ser, María – decía débilmente agarrando la arrugada mano de su amor —. Deberían quedarme al menos 5 años más de vida. Debería morir a los 96 para cerrar el círculo. Me llamo Paulseen – hablaba tembloroso, por primera vez, le temía a la muerte.

— No, mi amor, no te llamas Paulseen. Te llamas Paulsen. Eres el número 91, ¿recuerdas?

— Paulsen – decía entre susurros apagados—. Pero mi madre dijo que me podía llamar como quisiera —. Derramó una lágrima tras otra -. Me llamo Paulsen.

— Lo sé, mi amor. Descansa.

Aquel día, entre lágrimas y besos murió Paulsen. El hombre que consiguió encontrar el amor entre tantos números.