Parte 1


La compañía caminó durante varios días cruzando arboledas, puentes y riachuelos hasta llegar a la aldea. Los relatos de Lasme eran realmente acertados, la imagen que el guía había creado en la mente de los viajeros coincidía con la que veían ahora sus ojos. Chozas de paja y madera cimentaban las bases de la aldea; hombres, mujeres y niños de piel oscura correteaban de un lado para otro con una labor que cumplir, tan solo los ancianos se permitían un segundo de descanso. Vestían con telas primitivas, collares de conchas blancas y la mayoría llevaba algún tipo de perforación en su cara o lucía enigmáticas pinturas. El doctor Shuster les miraba con una cara indescifrable, por su mente pasaron cientos de comparaciones en un intento de entender el estilo de vida de aquellos desconocidos y sus pensamientos siempre desembocaban en la colonia de hormigas. Obreros de cabeza alargada, nariz chata y labios gruesos, ataviados con ropas de otro mundo y trabajando para un bien común.

Cuando el grupo estuvo a pocos metros del poblado, los trabajos cesaron y cientos de ojos negros se posaron curiosos sobre los visitantes. A pesar de su aparente subdesarrollo, la tribu no actuó de forma hostil, ni impulsada por sus instintos, de hecho, no eran los primeros hombres blancos que se aproximaban a la aldea. Aún así mantuvieron las distancias con los recién llegados y permitieron al anciano adelantarse para darles la bienvenida.

Lasme se separó del grupo y comenzó a hablar con el hombre de avanzada edad en un idioma imposible. El intérprete se esforzaba por intentar seguir la conversación entre los dos individuos, pero la lejanía y la velocidad de sus lenguas le dificultaba la tarea. El anciano llevaba una manta al hombro, tenía un tocado extraño a modo de turbante en la cabeza y una barba larga y canosa. También llevaba varios colgantes de color blanco y un pendiente del que colgaba un cuerno. Tras varios minutos de espera, el guía se aproximo al grupo y les indicó que podían entrar en la aldea, el anciano les invitaba a hospedarse de buen grado. El anciano hizo lo propio con la tribu y esta recibió a los visitantes con halagos y regalos. Ese día el grupo de exploradores descansó en la aldea tras la larga travesía y se les atribuyó una choza. Al doctor Shuster se le otorgó otra choza, una especial, la misma donde tendría lugar el ritual.


– Doctor Shuster – comenzó a hablar Willis junto a una fogata que se había formado en lo que parecía ser la plaza de la aldea -. No le voy a negar, que al principio me preocupaba la veracidad de la práctica que vamos a llevar a cabo, pero los numerosos testimonios que he podido escuchar desde que hemos llegado aquí, han esclarecido por completo mis dudas.

– Yo solo espero que funcione o que acabe conmigo, señor Willis, creo que las fuerzas me abandonan a cada minuto que pasa. Noto la fría mano de la muerte sobre mí.

– No diga eso, doctor, seguro que acaba tan sano como una rosa. Este tipo de – bajó la voz – brujería, es un total misterio para los médicos de la zona. No entienden que sucede en estos rituales y eso les asusta. ¡Dicen que los resultados son admirables! – Willis abrió mucho los ojos e hizo un gesto de asombro.  

– Ya veremos que sucede mañana. Por ahora, voy a descansar. Si me disculpa.

– Por supuesto, que pase buena noche.

El doctor Shuster se levantó del círculo de personas que se había formado alrededor del fuego y se aventuró en su choza. El ambiente aquella noche era de lo más cordial, los aventureros gozaban de buen humor e intentaban comunicarse de cualquier forma con los habitantes de la aldea; con gestos, palabras o acciones. Un ambiente favorable, según el anciano, era crucial para establecer contacto con los espíritus. La festividad los atraía hacia el plano terrenal.


Al día siguiente, solo se hablaba del ritual. Los hombres de Shuster se habían unido al resto de la tribu en las labores de recolección y elaboración de preparativos. El doctor Shuster pasó el día en la cabaña, la vieja le había ofrecido una bebida que purificaría su alma antes de ser ocupada por el espíritu, esta le produjo un efecto sedante que mantuvo al hombre postrado en la cama. El anciano repasaba concienzudamente cada detalle, se había convertido en un celoso supervisor de cuantos intervenían en la ceremonia. Con la caída de los últimos rayos de luz, comenzó el ritual.

Las explicaciones de Lasme sobre el proceder de la tribu fueron casi proféticas. Los hombres y mujeres de la tribu se colocaron muy serios enfrente de sus chozas. El silencio era absoluto, tan solo el crepitar de la fogata y los sonidos de la selva eran audibles. Shuster abandonó la cabaña, iba descamisado y con una falda hecha con hojas, también llevaba numerosas marcas rojas por el cuerpo a modo de tatuajes tribales. El anciano y la vieja acompañaron al hombre hasta la fogata. La vieja portaba una calabaza en una de sus manos arrugadas y en la otra una urna ovalada de cristal transparente. Hizo sonar la calabaza al ritmo de los latidos de Shuster, cada vez más acelerados. Entonces apareció el vidente, un joven untado completamente en una sustancia blanca. Su gruesa nariz estaba perforada por un cuerno que la atravesada de lado a lado y en su pecho tenía la marca de un aspa con puntos alrededor. Sus ojos eran translucidos, lo que le indicó al doctor que era ciego. Tomó un ungüento verde que le ofreció el anciano, el cual catalogó en voz alta como magani, y se lo restregó por sus cuencas. Cuando abrió los ojos de nuevo, el tono de su iris había cambiado a un color esmeralda fulgurante. Ese fue el primer prodigio que el doctor presenció con una mueca de asombro e incertidumbre. Una tos se apoderó de él, pero supo como recomponerse rápidamente. Después, llegó el músico con su guitarra sudanesa y comenzó a tocar una melodía salida de otro mundo. Los aventureros no sabían cómo reaccionar, parecían sordos que escuchaban música por primera vez en sus vidas. Algunos lloraban y otros se espantaban. En cambio, el doctor sonrió y levantó los brazos en un esfuerzo titánico.


Parte 3