La huérfana y el jardinero. Parte 1
Se acercaba el día de la boda para la huérfana y el jardinero. El hombre tenía un largo viaje por delante; había pedido cita con el barbero, el sastre y el zapatero. Quería estar muy elegante el día de su compromiso y le juró a su novia que volvería con ella, y esta, a su vez, le juró que contaría los minutos hasta que volviera. Y así hizo, contó los minutos hasta que llegó la hora de encender las luces y preparar el banquete. Contó los minutos mientras apagaba las velas. Contó los minutos mientras se le iba helando la sangre. Contó los minutos hasta que los minutos se fueron convirtiendo en días. Y contó los días al tiempo que las lágrimas afloraban en sus ojos. Nadie sabía dónde estaba el jardinero. La chica salió en busca de su amado. Vagó sin rumbo por los caminos arrastrando su precioso vestido de boda. Perdida. Abatida. Hasta que se encontró al hada y, sin decir más, el ser mágico agarró a la chica del abrazo y juntas cruzaron Azímur. Grietas, abismos y riscos quedaron a su paso rumbo a un lugar lejano que la humana desconocía. Al llegar a un pueblo del sur , el hada se detuvo.

— Este es tu destino — dijo el hada —. Lleva contigo estos tres regalos. No puedo ayudarte más —le ofreció tres diminutas cajas rojas que la muchacha aceptó de buen grado y se marchó dándole un fuerte abrazo.
La chica anduvo por el pueblo hasta que encontró a un hombre que cabalgaba un precioso corcel blanco. Era el jardinero. « ¡Mi amor!», suspiró la mujer aliviada de haber encontrado al hombre que ocupaba su corazón. El jinete la miró extrañado, la saludó cortésmente y continuó su marcha. Detrás de él había otra mujer. Un ser horrible de detestable aspecto. «No puede ser», se decía la chica, « No puede ser. ¿Cómo es posible?». La humana vio un pelo rizado, un chal de seda y un pendiente en la nariz de brillante plata. Era la hija del orco. Aún más fea y más vil que su padre, y se alejaba a caballo con su prometido. La chica le había buscado por todo Azímur y él la dejaba por una orca, sin embargo, se sintió fuerte, « ¡Yo soy la verdadera novia!», se decía.
Por el pueblo, se encontró a unos hombres que le hablaron de la hija del orco. «Esta mujer lleva atormentándonos mucho tiempo. Conoció a un apuesto príncipe y dice que se va a casar con él. Una de esas brujas del oeste le enseñó un hechizo para enamorar a los hombres», decían, «Ve oro y lo quiere. Ve plata y la roba. Colecciona hombres apuestos como quien colecciona objetos valiosos. Mis hombres de adorno, los llama ».
Tras oír a las gentes del pueblo, la muchacha trazó un plan. Abrió una de sus cajas y una maravillosa melodía comenzó a sonar. Del cofre brotaron cientos de prendas repletas de plumas que no pasaron desapercibida para la malvada orca. Después de mucho debatir, la orca le cambió los abrigos de plumas por una noche con su “hombre de adorno”.

El trato estaba hecho, la muchacha pasaría una noche con su amado a solas. «Cuando estemos solos, él me reconocerá», se decía.
— ¡Mi amor! — exclamó mientras se acercaba a la cama del hombre que padecía de un profundo sueño—. Soy yo, tu verdadera novia. Despierta, por favor.
Pero no despertaba. ¿Cómo iba a despertar? Su dueña le había dado unas yerbas para dormir muy fuertes. El efecto duraría hasta el amanecer. La chica había tenido mala suerte, había desperdiciado el primer regalo. ¿Qué otra cosa podía hacer más que volver a intentarlo?
El segundo cofre traía cientos de monedas de oro que sonaban como agua sobre un arroyo. No cesaban de caer, mientras que la orca bajaba de su castillo maravillada por lo que oía. Parecía imposible. Era magia. Rápida, desandó los escalones e hizo un trato con la joven; otra noche con su amado, a cambio de todas las nedas de la caja. Más se repitió la misma historia.
— ¡Amor mío! ¡Cariño! Soy yo, tu verdadera novia.
Era inútil, el jardinero se pasaba drogado por la noche y vagando durante el día. Las gentes del pueblo le paraban para preguntarle que le sucedía y este no sabía contestar. La orca le había robado su pasado con el malvado hechizo. Él no podía escuchar las palabras de su amada en la noche, pero los otros prisioneros si las habían oído. Habían oído la caja de música y el sonido del dinero y a su amada lamentándose cada noche. Así que al día siguiente, cuando vieron al hombre paseando por las almenaras del castillo, le gritaron.
— Señor, ¿cómo podéis dormir por las noches con una hermosa mujer a vuestro lado? — preguntaban unos.
— Cariño, os llama. Yo soy vuestra verdadera novia, os dice. Yo soy vuestra verdadera novia — gritaban otros agarrados a las rejas de su prisión.
— ¿Cuándo oís esas cosas?
— Todas las noches – dijeron al unísono—. Todas las noches.
Estaba confundido, por la noche tomaba la infusión de yerbas y quedaba profundamente dormido. Él nunca había oído hablar a ninguna otra mujer que no fuese la orca.
A la tercera noche, la joven abrió el tercer regalo y comenzaron a brotar piedras preciosas a raudales. La cantidad era inconmensurable. Rubíes. Amatistas. Diamantes. La orca se sumergió en las piedras brillantes mientras que la chica iba a visitar a su amado. La vigilia se tornaba igual que el resto, el hombre se encontraba dormido en el lecho. Inmóvil.
— No despertarás nunca — dijo ella sumida en un mar de lágrimas.
— No llores — contestó él. A la chica se le iluminó el rostro y fue rauda a darle un beso en los labios, pero él apartó la cara —. No. Hice una promesa. Solo mi verdadera novia puede besarme
— ¡A mí! Me lo prometiste a mí — le lanzó otro beso. El hechizo de la orca se deshizo.
— Tú eres mi verdadera novia — susurró sonriendo —. Tú eres mi verdadera novia.
En aquel precio momento, en el castillo sucedió una cosa realmente extraña. Las joyas de la orca desaparecieron, las nedas se esfumaron y la ropa se hizo polvo. La orca fue la alcoba de su “hombre de adorno” y también se había marchado. La furia recorría cada poro de su cuerpo. Debía darle alcance a esa ladrona y recuperar lo que era suyo. Atravesó grietas, abismos y riscos hasta darles alcance, pero los amantes ya estaban en el palacio de madera. La orca sabía donde se refugiaban y, cuando cayó la noche, la malvada entró en sus aposentos y olfateó cada rincón del palacio. Su nariz buscaba y buscaba. No saldría de allí sin su hombre. Le pertenecía. Al llegar una puerta su olfato le dijo, « ¡Aquí deben de estar!». Apoyó la oreja en el cálido material y escuchó voces complacientes, susurros de amor, « ¡Aquí deben de estar!». Cuando abrió la puerta solo se escuchó un paso en falso, un grito ahogado y un terrible golpe. Había caído en el mismo pozo que su padre.
Los dos enamorados vivieron felices en el palacio construido por el hada. Tan solo no debían abrir una puerta, pues les conduciría a una muerta segura. Ordenaron crear una estatua en honor al hada y le contaron a sus hijos la historia. El hada siempre les ayudaría cuando de verdad lo necesitasen.
