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— ¡Atrapad a esa ladrona! – Un hombre gordo con un delantal plagado de manchas rojas salió de la tienda— . ¡Ha robado mis pollos!
Merigold emprendió la huida con el botín en la mano esquivando ágilmente a los comerciantes y guardias de Soho. Llevaba puestos unos harapos roídos y unas botas de cuero rotas, pero eso no mermaba su increíble capacidad para escabullirse entre la multitud. Aunque su aspecto la delataba, tardó solo tres calles en dar esquinazo a sus perseguidores. Merigold apartó las tablas apiladas que la conducían hacia un callejón angosto donde pocos se atrevían a entrar y al que ella llamaba hogar. Ya en el callejón, lanzó un silbido y acto seguido una cuerda con un cubo en la punta cayó por una de las ventanas. Dejó los pollos en el cubo y se agarró fuerte a la cuerda para comenzar la ascensión. La guarida era un lugar angosto, como casi todo lo que pertenecía a los suburbios de Soho. A pesar de ser la capital de Azímur, la resplandeciente ciudad también tenía su parte oscura.

— ¡Merigold! — exclamaron los habitantes de la buhardilla.
— Me alegra que hayas vuelto — dijo un niño humano de pelo rubio, ojos marrones y piel pálida.
— Y yo me alegro de volver, Timmy — contestó abrazando al muchacho.
— Jo, Meri, cada día estás más gorda — le recriminó un pequeño orco de piel verde oscura, el cual la había subido a pulso hasta la guarida, mientras recogía la soga y sacaba los animales muertos de la cubeta.
La chica lo fulminó con sus fulgurantes y furiosos ojos azules.
— Y tú cada día más tonto, Togh.
— ¡Jum! Que raras sois las rusalkas.
Y no le faltaba razón a Togh, las rusalkas eran la raza más misteriosa de Azímur, encontrarse con una de ellas y sobrevivir a sus encantos era toda una proeza. La raza poseía la peculiaridad de tener cuernos que sobresalían tímidamente de sus cabelleras y el tono de sus pieles variaba entre el naranja y el rojo intenso. Unas extrañas marcas negras recorrían su cuerpo pero sobretodo se concentraban en los pies y las manos, pues eran completamente oscuros. Un collar verde pendía del cuello de cada una de ellas y se decía que era la fuente de su inmortalidad. Gran parte de la raza vivía en Sélasor, una enorme ciudad al norte de Soho que contaba con una cúpula mágica violeta que impedía el paso a cualquiera que intentara atravesarla.
«Las brujas de Sélsaor» las llamaban.

Merigold y su hermana fueron abandonadas catorce años atrás por sus padres. Una fría noche de invierno, aparecieron dos cestas de mimbre en el portón del Templo de los Mártires, una institución religiosa adoradora del dios Yojo que acogía a los seres más desamparados de Azímur, los cuales siempre solían ser criaturas mágicas. La Madre cuidó de ellas y les dio un hogar hasta que decidieron escapar hacia Soho y emprender una nueva vida. Ambas rusalkas ocultaban sus cuernos con gorros y usaban guantes para no ser detectadas en la capital, aunque su piel rojiza levantaba más de una sospecha y en varias ocasiones tuvieron que huir de los ambiciosos mercaderes. Pronto encontraron a un grupo de niños también huérfanos que robaban en los mercados para echarse algo a la boca; un orco llamo Togh, dos humanos rubios llamados Timmy y Varian y una dulce hada llamada Elga.
— ¡Meri! — Exclamó Dilia, la hermana de Merigold. Las dos se fundieron en un cálido abrazo.
— Esta vez ha ido de un pelo — dijo la rusalka —. El idiota de Gregor el Carnicero casi me caza.
Timmy le puso la mano en el hombro a Merigold.
— Pero tú eres la más rápida.
— Sí, nuestra Meri es la más veloz de todo Soho — apoyó Varian a su hermano que era algo más mayor que él, aunque con el mismo porte y cabello rubio —. Mañana nos toca a nosotros salir a buscar el pan, hermanito — acabó la frase dándole un pequeña colleja a su hermano.
— Y la carnicería de Gregor está descartada — contestó Timmy doliéndose.
— Hasta la semana que viene — añadió Togh enseñando sus colmillos en una torpe sonrisa.
Los chicos rieron y felicitaron a Merigold por la caza del día, aunque la rusalka echó en falta a alguien.
— ¿Donde está Elga?
— Elga se ha marchado a la botica — contestó Varian —. Dijo que el señor Francis le había traído unas nuevas plantas medicinales para sus potingues, aunque ya debería estar aquí. La tienda está solo a dos calles de la guarida.
— Seguro que está cascando con Francis — replicó Togh guardando los pollos en un pequeño armario que usaban a modo de despensa —. Ya sabes lo que le gusta hablar a esa chica. Acuérdate de la última vez, se pasaron hablando de las alas de Elga más de una hora y eso que no tienen nada de especial.
Dilia encaró al orco.
— Más quisieras tu tener alas, zoquete, son preciosas.
— ¿Quién quiere alas teniendo estos músculos? — dijo flexionando sus bíceps en una pose brabucona—. Puedes tocarlos, Dilia, sé que te mueres por hacerlo.
— ¡Callaos los dos! — exclamó Merigold llevándose una de sus finas manos hacia la barbilla con gesto pensativo—. Vamos a darle unos minutos y si no vuelve vamos a por ella —. Los presentes asintieron. Merigold siempre tenía buenas ideas y los chicos la respetaban por ello.
El tiempo pasaba y Elga no volvía. Varian agarró un zurrón de cuero con varios «regalos especiales», así era como le gustaba llamar a las bombas caseras que él mismo fabricaba, y una daga que se ajustó al cinturón marrón. Se despidió prometiendo que traería a Elga sana y salva, y bajó por la cuerda hasta el callejón. El sol estaba abandonando el cielo de Azímur y la oscuridad se cernía sobre la capital. Debía ser rápido.
Varian se deslizó como una sombra hasta llegar a la botica de Francis. La tienda estaba cerrada y un guardia humano se hallaba apostado en la puerta con una armadura plateada y una alabarda. El edificio tenía varias plantas y estaba acabado en un techo de madera triangular. Un cartel tallado daba la bienvenida a los visitantes «Botica de Francis el Tuerto», rezaba. El escurridizo humano dio la vuelta al establecimiento y se asomó por unas de las ventanas laterales agarrándose a los barrotes de hierro que protegían la abertura al interior. Lo que vio allí le horrorizó de sobremanera.
Varian vio a Elga, estaba desnuda tumbada bocabajo sobre una cama, la reconoció por su largo pelo rubio, las orejas picudas, su piel pálida y por el vestido verde que siempre llevaba y que ahora reposaba sobre una silla. Dos muñones rojos asomaban en su espalda donde debían estar sus alas. Estaba sola en la habitación y junto a la cama había un mueble cuadrado donde se encontraba un serrucho manchado de sangre y varias toallas de color blanco y rojo. Las lágrimas afloraron en los ojos del muchacho que no pudo contemplar aquella escena ni un minuto más. Varian corrió hacia la guarida lo más rápido que sus pies le permitieron. Ya en el ático, le contó al resto lo que había visto y sin rechistar se pusieron en marcha para rescatar a su amiga suplicándole a los dioses que aún siguiera con vida. Ahora en la puerta de la botica había dos guardias protegiendo el lugar. Los chicos esperaron pacientemente su oportunidad escondidos en una de las esquinas. Merigold tomó la iniciativa.
— Tenemos que entrara ya, Elga nos necesita.
— ¿Y qué hacemos con los guardias? — preguntó Varian preocupado— . Nos van a machacar y luego nos meterán en la cárcel o peor, nos venderán a los mercaderes.
Merigold se quedó unos segundos pensativa buscando una solución al rompecabezas.
— Hazles una entrega especial — acertó a decir con una media sonrisa y posando sus ojos azules sobre el muchacho.
El plan era sencillo; Varian los distraería con las bombas y llamaría su atención junto a Timmy, mientras Togh, Dilia y Merigold se infiltraban en la botica y rescataban a Elga. Togh se encargaría de Francis si fuera necesario.
Las bombas redondas explotaron a los pies de los soldados que buscaron al instante a los culpables, Timmy y Varian salieron de su escondite y provocaron a los dos humanos con gestos obscenos y canticos deshonrosos sobre sus madres. Aquello le dio el tiempo necesario al otro grupo para entrar en el local. La botica estaba llena de frascos cristalinos con colores variopintos. Se apilaban en mesillas y estanterías de madera color caoba esperando a ser usados, aunque el polvo delataba que frascos eran más útiles y tenían mayor demanda.
Los tres chicos cruzaron el mostrador que daba a una antesala repleta de trastos antiguos, más frascos y macetas con plantas. Al final de la estancia había una escalera para subir al piso superior. Merigold recordó que Varian vio al hada en el piso superior y continuaron su sigilosa intrusión.

Ya en planta superior, pudieron oír unas voces provenientes de una habitación. Era donde tenían a Elga. Dos hombres hablaban sobre el precio de las alas, uno de ellos era Francis el Tuerto, de eso estaban seguros, la otra voz, profunda y cruel, les era completamente desconocida.
— Trescientas nedas por cada ala es un precio justo, mi señor — negociaba el boticario.
— Te daré quinientas nedas por las dos. Son unas alas poco desarrolladas, me costará venderlas en el mercado negro de La Cloaka, aunque… — hizo una pausa compuesta de segundos eternos — , tengo unos clientes especiales que prefieren a las hadas jóvenes, a pesar de estar en este estado, ¿cuánto por ella?
— Tenía pensado solo vender los miembros mutilados y quedarme con ella, pero te ofrezco mil por el lote completo; las alas y el hada. Es la mejor oferta que te puedo hacer.
— ¡Trato hecho!
La puerta estaba entreabierta y Merigold pudo presenciar el truque con una mueca de absoluto horror.
Francis era un señor de avanzada edad, con un fino bigote bien cuidado, aunque de pelo pobre en la cabeza y unas ropas de seda de lo más extravagantes. Le faltaba un ojo y cubría la cuenca con un parche azul, se decía en la ciudad que lo perdió en una apuesta y que no fue el único miembro que perdió. El otro tipo era un humano encapuchado que portaba una capa negra y una espada en el cinto. Merigold no llegó a ver su cara completa, pero una densa y oscura barba asomaba en la silueta.
— Meri, ¿qué ves? – susurró Togh.
— Prepara el machete — contestó — . Vamos a entrar.
Togh desenvainó la hoja tosca y poco afilada que llevaba en el cinturón y se preparó para la acción.
— Cuando digas, Meri — le dijo el orco a la rusalka con la voz temblorosa.
— Espera un momento, está pasando algo raro.
El hombre de barba desenfundó su espada y atravesó al boticario con ella. Francis agonizó unos instantes con incredulidad en su rostro hasta que por fin cayó desplomado al suelo.
— Trato hecho. Me llevo el lote completo — le dijo al cuerpo sin vida de Francis mientras limpiaba la espada con su ropa— . Estoy haciéndole un favor a esta ciudad, no me lo tengas en cuenta. Tan solo quería saber si tenías algo más que ofrecer.
Un grito ahogado se escapó de los labios de Merigold y el asesino miró hacia la puerta. Los ojos azules de Merigold se cruzaron con el vacío, el rostro del hombre era una máscara inexpugnable. Un ruido de pasos metálicos subía las escaleras hasta el primer piso. Eran los soldados de la puerta. Los tres muchachos no tenían escapatoria. El hombre que acababa de asesinar a Francis abrió la puerta de par en par.
— ¡Rateros! — exclamó fríamente.
Los soldados llegaron a la sala, llevaban a Varian y a Timmy al hombro. Estaban inconscientes.
— ¡Dejad en paz a nuestra amiga! — exigió Merigold empuñando una pequeña daga.
El hombre se acercó a ella y con un simple gesto de su fina espada plateada desarmó a la rusalka.
— Creo que no estáis en condiciones de negociar, rateros.
Merigold no apartaba la mirada del hombre, un antifaz plata ocultaba la mitad superior de su cara y la otra mitad no era más que una espesa y anillada barba marrón. La rusalka dio un paso adelante.
— Al menos deja que ellos se vayan, yo me quedaré.
— Interesante — reflexionó el hombre y se giró hacia los dos soldados — . Nos llevamos al hada y a las dos rusalkas.
— ¡Sobre mi cadáver! — gritó Togh abalanzándose sobre el hombre con el machete en alto.
— Un error fatal — afirmó el humano alzando el estoque y clavándolo justo en el corazón del orco. El acero salió del pecho de Togh tan rápido como entró dejando a su paso un rastro de sangre oscura.
— Primera lección, pequeña rusalka, no dejes que te maten. ¡Andando! — Dilia y Merigold miraban a su amigo con lágrimas de impotencia en los ojos.
— ¿Qué hacemos con estos dos? — preguntó uno de los soldados.
— Dejadlos junto al boticario y quemad este sitio. Solo espero que construyan aquí algo de provecho.
Merigold lanzó una última lágrima y se despidió de los inconscientes Varian y Timmy. Volverían a verse más adelante en el camino, pero eso ella aún no lo sabía.
La botica ardió e iluminó los suburbios de Soho como nunca antes se había visto. Los dos soldados y el hombre llevaron a las rusalkas y al hada hacia una carreta de cuatro ruedas apostada en una callejuela cerca del establo. Un anciano humano los esperaba. Acariciaba suavemente al caballo color marrón que impulsaba el transporte. El misterioso asesino les dio de beber a la fuerza una poción somnífera y las introdujo en unas jaulas de barrotes metálicos. Después, las ocultó bajo una lona negra y pagó al conductor para sacarlas de la ciudad.
Un mes más tarde, las dos hermanas fueron separadas de Elga entre lágrimas y sollozos. El hada cayó en manos de un aristócrata corrupto que pululaba por las calles de La Cloaka, un final cruel para un alma tan bondadosa, aunque las dos hermanas tuvieron un destino incluso peor. Merigold y Delia emprendería un viaje envuelto en sombras, traición y muerte. Serían adiestradas a golpes por su captor en el arte del engaño y el asesinato. Aprenderían a llevar siempre una daga bajo la manga, a sacar el máximo beneficio de cada situación y a confiar únicamente la una en la otra. Como ya pasó años atrás, ambas comenzaron una nueva vida repleta de miseria.
Fin
Siguiente relato: Demonios internos 👿
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