No fue culpa mía, se lo aseguro. Cuando escuchen mi relato, sabrán que se mereció con creces aquel horrible final. Ustedes no vivían con él. Yo, sí. No hay palabras para describir lo desagradable que era estar cerca de ese hombre nauseabundo. Su mera presencia provocaba en mí escalofríos y temblores, aunque no de miedo, sino de odio. Una furia descontrolada que intentaba por todos los medios materializarse y cumplir un único objetivo. Matar al señor Harrison.
Me es completamente imposible decir en qué momento comencé a detestar al señor Harrison. Empezó como una diminuta cerilla plácidamente tumbada sobre un montón de paja y acabó como era de esperar, con un inmenso incendio que recorrió cada parte de mi cuerpo. Terrible y maravilloso al mismo tiempo. Ahora les contaré como nuestros caminos se cruzaron y espero que comprendan que tuve que hacerlo. Les digo que no estoy loco.
El señor Harrison me acogió en su mansión de Stapleton hará un año. Mi madre, a la cual quise mucho hasta el fin de sus días, falleció de una enfermedad mortal. Los médicos dijeron que padecía tuberculosis, aunque la endemoniada se fumó su último cigarrillo postrada en la cama y con una tos procedente del mismísimo infierno. No fue una mala mujer, tan solo le gustaba la ginebra y el sexo, y gastarse en apuestas el poco dinero que ganaba en la tienda. No, no fue una mala madre, seguro que las ha habido peores. Tuvo que hacer de padre y madre a la vez, pero escogió quedarse con lo peor de ambos.
Como iba diciendo, la pobre murió, pero, según parece, mi madre y el señor Harrison tenían algún tipo de relación que nunca llegué a comprender. Me consuelo pensando que se traían negocios entre manos que se firmaban posteriormente en la cama, como un pacto de caballeros. El caso es que yo me afinqué en su mansión sin saber siquiera su nombre de pila, cosa que a día de hoy aún desconozco. El señor Harrison era un tipo delgado, casi enfermizo. Su piel tenía un desagradable tono ceniza y sus rasgos afilados denotaban una mezquindad y una avaricia fuera de lo común. Su pelo ya era cano y escaso, sobre todo por la coronilla. Siempre iba envuelto en una bata burdeos tan horrible que hacía daño a la vista y unas zapatillas de pelo rojo. Andaba como si sus dos piernas fueran unos largos palos de caña que caían a plomo contra el suelo de madera. Clop. Clop. Clop. También solía llevar una pipa en la boca, la cual desprendía un molesto olor a leño quemado y tabaco negro que inundaban sin piedad los pasillos de la mansión. Podía adivinar el recorrido matutino que perpetraba tan solo por el hedor que desprendía a su paso.
Me despertaba cada mañana con esos insufribles golpes en la madera. Clop. Clop. Clop. « ¿Nadie más los oye?» Me preguntaba en silencio. «Hay sirvientes en esta casa, ¿no pueden escuchar al insoportable señor Harrison zanqueando por los pasillos?». Aquella tortura se repetía día tras día. Y luego estaba su risa, si es que a eso se lo podía llamar risa. Un gorjeo salido de las mismísimas entrañas del averno se hacía eco por la mansión cuando al señor Harrison le hacía gracia cualquier nimiedad (para que luego me llamen loco a mí). Una tos asmática acompañaba al gorjeo, convirtiendo la sonrisa en estertor. Una vez lo vi riendo en su estudio frente a uno de sus muchos cuadros (¿He dicho ya que era pintor? Bueno, pues lo era, y también era un lunático). Cuando me acerqué a ver la pintura quedé horrorizado, se podían ver a cientos de seres voladores sin forma definida que rodeaban a un hombre indefenso. Parecía gritar, de hecho, pude oírlo durante varios segundos. Suplicaba amargamente por su vida. Me identifiqué de inmediato con él y abandoné aquel pavoroso lugar tan rápido como mis pies me lo permitieron.
Durante un tiempo, intenté calmar mis nervios. Hablaba alegremente con los simpáticos sirvientes que siempre estaban dispuestos a regalarme una sonrisa, aunque notaba que cambiaban su semblante cuando aparecía el señor Harrison. Clop. Clop. Clop. Advertía el demonio de su llegada, y todos se ponían a realizar sus quehaceres en silencio. Llegado el momento, el señor Harrison me contrató como un sirviente más. Me hizo formar parte de esa casa diabólica. El hombre que podaba los setos en la mansión dejó su empleo para viajar hacia el sur en busca de una nueva vida, la cual nadie sabe si obtuvo, así que el puesto de jardinero quedó vacante. Los otros empleados dijeron que el exjardinero tuvo una fuerte discusión con el señor Harrison hace meses y este lo despidió sin más, o quizás algo peor. Los pelos se me ponían de punta solo de pensarlo. Esto es para que vean, señores míos, que no estoy loco, que siento y padezco.
Mis primeros días como empleado del señor Harrison fueron tan duros como los trabajos que hacía como mozo de cuadra en las inmediaciones de Blackwell, sin embargo no había animales que me hicieran compañía. Los árboles crecían fuertes y robustos en el jardín, y las malas hierbas se extendían como la peste negra. Los únicos momentos donde encontraba algo de paz era en la enorme biblioteca del ala oeste. El señor Harrison había amasado un conocimiento incalculable en su guarida y era reticente a compartirlo con el resto de mortales.
El día del incidente, estaba yo tranquilamente cortando el césped, cuando mi guadaña me mostró el camino que debía seguir. Justo en la parte de metal pude ver reflejada una sonrisa. Exactamente en el mismo lugar donde las vidas son sesgadas, pude ver la risa insufrible del señor Harrison. Se reía de mí. De mi existencia misma. Me convertía en cosa y me desagarraba por dentro. Me hacía el juguete de diabluras y me inmortalizaba despiadadamente en uno de sus cuadros maquiavélicos. Todo eso me mostró el filo de mi guadaña. Fue revelador. Esa noche, cuando el personal dormía y yo me debatía en la cama, pude escuchar los pasos del señor Harrison dirigiéndose a su habitación. Clop. Clop. Clop. Eran más ensordecedores si cabía. No pude soportarlo más. Esperé una hora y actué de forma tan meticulosa que hasta yo mismo quedé asombrado. Esto demuestra, nuevamente, que me encontraba en mis plenas facultades mentales. Abrí lentamente la puerta del demonio y lo encontré durmiendo plácidamente. El humo de su pipa abandonó la habitación en forma de nube negra, escapó del encierro y me dio las gracias en un susurro. Me adentré en la caverna con la hoz en ristre y noté que miles de ojos me observaban. Los hombres y bestias de los cuadros me dedicaban trágicas miradas de asombro. Las ignoré y seguí caminando hasta toparme con la cama del señor Harrison. Alcé la guadaña y, soltando un alarido, la hice descender sobre el cuerpo de aquel monstruo. Repetí la acción hasta que la cama de impolutas sabanas blancas se convirtió en un lecho rojo infernal. Cuando terminé la faena, me giré hacia la puerta donde estaban reunidos los sirvientes y, sin mediar palabra alguna, comenzaron a aplaudir mi hazaña. Clap. Clap. Clap. Hasta los cuadros vitoreaban mi nombre. Sentí felicidad, jolgorio, desahogo… El señor Harrison estaba muerto y yo por fin era libre, no escucharía más sus pasos caminando por la casa, ni su hedor. Sin embargo, mi alegría duró bien poco. Cuando observé el arma de destrucción, la guadaña ensangrentada que sostenía entre mis manos, pude advertir entre el carmín y la plata una malévola sonrisa. Y la habitación se volvió a llenar de humo denso. Y los aplausos se tornaron en pesados pasos. Clop. Clop. Clop. Clop. Clop…
Les aseguro que no estoy loco. De hecho, soy inocente. El señor Harrison sigue vivo y continúa habitando esa maldita mansión.
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Muy buena historia, la leí con atención expectante, clop clop clop jajaj buenísimo.
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Muchas gracias por pasarte 🙂
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Muchas gracias por leerlo 😊
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