Parte 1


III

«La hora acordada son las once en punto. Con la onceava campanada de la iglesia todos los habitantes de Barracosa abandonan sus casas y se unen a la fiesta que tendrá lugar a los pies de nuestro Dios. Los rostros deben ser inexpresivos, nadie debe reconocer a nadie, cada uno es igual que el otro. El conjunto de nuestras pisadas es el premio. La sangre de nuestras venas se henchirá de fervor incontrolable. Seremos la ola rompiendo contra las rocas, anónimas gotas de agua unidas en un propósito común. No sabemos nada sobre la muerte y no sabemos nada sobre la vida.»

Mentiría si dijera que no pensé en que mi buen amigo Ludovico se había vuelto loco. Que algún trastorno desconocido se había apoderado de su pobre alma. Tenía la certeza de que debía ayudarle, la pérdida había hecho mella en él de una forma aterradora. Desdichado Ludovico. Este ambiente le había embotado las ideas, corrompido la sesera. Hablaba casi delirando. Era este ambiente frío y húmedo. Una tortura para el cuerdo y una cárcel para el demente.

Con la décima campanada, cenamos las sobras que Ludovico tenía guardadas en una de sus  despensas. Algo de embutido y pan duro. Al menos, aún tenía algo que echarse a la boca. Estoy seguro que pronto perdería hasta las ganas de comer y tan solo la bebida calmaría su perturbada mente. Nos ataviamos con los disfraces para estar listos cuantos antes. La penumbra reinaba en la casa de Ludovico. La única luz la aportaban dos velas que reposaban sobre la mesa de madera junto a los platos y los vasos de la cena. Mi amigo llevaba una máscara de porcelana completamente blanca y una túnica negra que le cubría por completo el cuerpo. Yo, por mi parte, había traído una máscara de médico de la peste. Pensé que jamás volvería a usarla después de mi viaje a Francia. Solo esperaba no asustar a nadie con ella, aunque estaba claro que en ese pueblo yo era el mal menor. La máscara constaba de dos agujeros con lentes de vidrio y una nariz cónica en forma de pico que usualmente estaba rellena de sustancias aromáticas para paliar los olores, supuse que no las necesitaría. ​ Me coloqué el sombrero y una túnica de tela gris. El campanario comenzó su reclamo. Once campanadas, justo a tiempo.

Mi sorpresa al llegar a la plaza fue mayúscula. Aquel desolado lugar que había visitado hacía apenas unas horas, se había llenado de vida y jolgorio. Las gentes bailaban y bebían, la fuente seca rebosaba de agua y los faroles iluminaban la plaza con una luz más brillante que el sol. Todos allí estaban disfrazados igual que mi amigo Ludovico; túnica negra y máscara blanca, pero las suyas eran diferentes, tenían una marca roja en la frente como si les hubieran pasado una brocha descuidada por el níveo material.

Nos unimos a la fiesta sin demora y pronto nos sirvieron dos vasos con el mismo líquido negro que Ludovico me había ofrecido en su casa. Lo bebí de un trago intentando no reparar en el terrible sabor. Después de la segunda ronda, empecé a cogerle el gusto al desagradable mejunje. Pude integrarme a la perfección con los habitantes de Barracosa, ninguno tuvo inconveniente en que llevara mi máscara de médico de la peste. Bailábamos y reíamos como si nuestra existencia fuese a acabar esa misma noche. Algunos se subían a la fuente y caían estrepitosamente provocando las carcajadas del resto, otros escupían fuego valiéndose de antorchas y alcohol. Sin embargo, en un punto de la noche, noté que comenzaban a hablar en un idioma extraño. No tenía conocimiento alguno de la lengua, incluso podría ser de otro continente. Quizás fuese un dialecto de los países norteños o del lejano este. Mi inquietud se acrecentó cuando comencé a entenderlos perfectamente y hasta yo mismo les contestaba en esa lengua tan aparatosa y repleta de consonantes sin siquiera darme cuenta. El terror recorrió mi cuerpo como una serpiente reptando por mi columna, pero me sentía tan feliz de estar allí que continué como si nada sucediese.

A las doce de la noche, las campanadas resonaron con más furia que nunca. El pueblo enmudeció. Las máscaras miraban imperturbables la puerta de la iglesia. Cuando la última campanada pronunció su eco en Barracosa, las puertas se abrieron de par en par y una figura alta vestida de negro inundó la plaza con su presencia. No tenía forma humana, múltiples brazos y piernas ocupaban la vestimenta del ser, y una cornamenta retorcida se mostraba triunfal en su cabeza. La silueta alzó una de sus muchas manos hacia nosotros y, tras unos segundos, la bajó súbitamente. Como si de una señal se tratase, los hombres y mujeres de Barracosa comenzaron a tomarse las manos y a rodearme, formando una circunferencia donde yo era el centro. Sus pies se movían veloces, giraban en torno en mí, incluso mi amigo Ludovico se había unido a ellos. De nuevo la serpiente se abrazó a mi columna vertebral. Se acercaban cada vez más. Dolor de cabeza. Era intenso, como un alfiler atravesando mi cráneo. Se aproximaban. Recitaban un cántico en aquella lengua demoníaca. La punzada se extendía hasta lo más profundo de mi cerebro. Pesar. Angustia. Pánico. Y, finalmente, felicidad. Los colores se volvieron intensos, podía apreciar un nuevo espectro de luz. Me despojé de la máscara para ver mejor. Me sentía como nunca antes. Estaba en completo éxtasis. Hasta la sangre que brotaba de mi abdomen me parecía sorprendente. Los puñales entraban y salían de mi cuerpo con una delicadeza extraordinaria. Caí de rodillas, maravillado. Ludovico se acercó a mi oído, le reconocí porque no llevaba la marca roja en la máscara,  y susurró en la lengua del diablo. «No desesperes, amigo mío, la muerte no es el final. Vivirás conmigo aquí, en Barracosa, hasta el desenlace de los días. Muchas gracias. Has sido de gran ayuda. ». Dicho eso, atravesó mi corazón con su daga y se pasó la sangre aún fresca por su frente. Igualándose en aspecto al resto de cultistas.

En mis últimos instantes de vida, agradecí enormemente a Dios por haberme permitido ayudar a mi buen amigo Ludovico. Cerré los ojos y me precipité sonriente hacia el abismo.


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Ilustración de @skizoodraw