I

La vida y la muerte son dos conceptos ajenos al ser humano. Pasamos la totalidad de nuestra existencia rigiéndonos por unas leyes que apenas comprendemos y que, de seguro, nunca llegaremos a comprender. Evitamos las preguntas que incumben a nuestro propio ser porque ya conocemos las respuestas. Da igual como hayamos llegado hasta aquí, lo importante es aferrarse lo máximo posible a este estado al que llamamos “estar vivo”. El yugo de la realidad se hace imposible de romper y preferimos la inopia a la locura. No sabemos nada sobre la muerte y no sabemos nada sobre la vida.

Pensaba continuamente en esas palabras. Las palabras que mi buen amigo Ludovico había escrito en esa misteriosa carta que ahora se hallaba en mi bolsillo. En ella, Ludovico suplicaba con palabras apresuradas la enorme necesidad que tenía. Requería, sin dar mayor detalle, mi ayuda para un asunto poco ortodoxo. Además, aseguraba que mi presencia era de extrema importancia, así como el hecho de llevar conmigo un disfraz para la noche de algo llamado la mascarada de Barracosa.

Viajaba a caballo, solitario, recorriendo el camino que me conduciría hasta el pueblo de Barracosa. No prestaba mucha atención al paraje, pero cuando levanté la cabeza para observarlo mejor, una sensación de estupor me inundó por completo. No reconocía ningún elemento a mi alrededor. Una suerte de pantano se extendía a lo largo del camino. Las hierbas asomaban marchitas, mecidas por la suave brisa del otoño. Unas rocas enormes con formas casi esculpidas flanqueaban mi avance y parecían escoltarme hacia mi destino. Los árboles estaban retorcidos y podridos, parecían ser los líderes de aquella legión de piedras que aguardaban en silencio una orden de su superior. El aire era frío y húmedo, pero mi capa de lana me protegía de su mal. El único sonido era el del viento contra las ramas, ni un animal o insecto turbaba aquel siniestro paraje. En cada detalle que me rodeaba se podía leer un mal presagio, un evento catastrófico que tendría lugar pronto.

Observé largo rato las piedras y tan solo se me venía a la mente que pudieran ser tumbas de los habitantes fallecidos. Una especie de cementerio prehistórico, aunque no divisaba rastro alguno de túmulos o tierra removida que me diera otra pista sobre su significado. Esas esculturas deformes eran un inequívoco vestigio de humanidad y tan solo podía atribuirlos al pueblo de Barracosa. El pantano estaba tan abandonado que suponía un desafío para el mismísimo olvido.

Continué cabalgando hasta toparme con un cartel de madera. La podredumbre y el musgo se habían apoderado de su base, y un cuervo, negro como el tizón, me saludaba apoyado en el poste. Hice ademán de apartarlo con la mano, pero se limitó a mírame de forma insolente y a soltar un graznido furioso que se propagó por el lugar como una advertencia, rompiendo el fino cristal de mutismo al que se aferraban los árboles muertos. Bajo sus garras se podía leer con cierta dificultad; “Sea bienvenido a Barracosa”. No molesté más al animal y seguí la indicación en forma de flecha que dibujaba el cartel carcomido.

Tras varios minutos, por fin llegué al pueblo. El desolador paraje había quedado atrás, aunque su presencia aún inundaba el ambiente. Había pocas casas en Barracosa. La mayoría estaban construidas con madera y piedra sobre las malas hierbas del pueblo. Algo que me pareció curioso, fue ver una marca roja pintada en el marco superior de las puertas. No le di mayor importancia y continué mi camino. Sin embargo, había algo que me preocupaba, la falta de gente en las calles. El único sonido que le daba vida al pueblo eran los cascos de mi caballo.

Llegué hasta lo que supuse era la plaza del pueblo, pues había una especie de fuente seca en el centro y una enorme iglesia se alzaba imponente ante mí. Había varios escalones para llegar desde la plaza al edificio. Los arcos y vidrieras se conservaban en perfecto estado, a diferencia del resto del pueblo, y aunque me empeñé en buscar algún símbolo cristiano, no conseguí ver el menor vestigio, no encontré ni una mísera cruz. Llegué a pensar que podría no ser la iglesia, sino más bien una construcción pagana, devota de algún dios de la cosecha, pero la arquitectura era inconfundible.

Me senté en el quicio de la fuente circular esperando encontrar un alma que me guiase hasta la casa de Ludovico. No fue hasta que el campanario de la iglesia comenzó a sonar, que respiré aliviado de no estar caminando sobre un lugar abandonado. Las campanas repicaban con un estruendo atroz; una, dos y hasta ocho veces. El sonido era tal, que tuve que contener con fuerza a mi caballo para que no saliese huyendo. Unos nervios incontrolables se habían apoderado de él desde que entramos en Barracosa. Y he de decir, que a mí también me afligía el mismo mal.

Las puertas de madera se abrieron y de la iglesia comenzaron a salir una multitud de personas cabizbajas y silenciosas que no se inmutaron ante mi presencia. Las pisadas de los habitantes de Barracosa formaban un cántico oculto, por un momento, la inquietud que me invadía se convirtió en terror, y el vello de mis brazos así lo indicó. Entre la turba pude divisar a mi amigo Ludovico. Levanté la mano para llamar su atención y este me señaló una dirección con el dedo. Ambos nos apartamos dirigiéndonos hacia su morada. El marco de su puerta no tenía la marca roja. Dejé mi fiel montura atada en la entrada y me adentré en la casa de piedra.

Ludovico me sirvió una jarra con un líquido negro en su interior. Dijo que era una bebida artesanal propia de Barracosa hecha a partir de diferentes plantas que solo crecían en los alrededores del pueblo. Sabía a rayos. Después puso una jarra de whisky sobre la mesa y comenzamos a hablar. Ludovico me relató con pesar un terrible acontecimiento que había tenido lugar varios meses atrás. Mi amigo se dedicaba a la alfarería, creaba preciosas vasijas de barro por encargo. Dos veces al mes partía con su carreta hacia las ciudades donde vendía las mercancías y se apostaba en los rincones de los mercados para sacar un dinero extra. En el último viaje que hizo, pidió ayuda a su mujer y a su hijo para cargar las vasijas en la carreta. Antes de terminar la faena, una de las ruedas del carromato cedió y todo el contenido cayó sobre la familia de Ludovico, acabando con la vida de ambos en el acto. Mi amigo contaba la historia con una tristeza sobrenatural en su voz. Se culpaba por la muerte de su familia. No volvió a trabajar en su oficio y, hasta ese día, vivió únicamente de las rentas. Me insinuó vagamente que el sacerdote del pueblo le había ofrecido un trabajo, pero aún no sabía si aceptarlo.

La casa de Ludovico era una desgracia, se notaba la falta de una mujer en ella. El polvo se arrinconaba en las esquinas, apenas entraba luz y el único olor que se podía apreciar era el del moho ensañándose con los tablones de madera del techo. La muerte se cernía sobre su casa. Ese no era el hombre vivaz que recordaba, tenía que ayudarlo. Debía ayudarlo.

Después de dos botellas de whisky, Ludovico me habló sobre la mascarada. Era un evento que tenía lugar cada año y se hacía en conmemoración a una deidad cuyo impronunciable nombre no puedo recordar. El pueblo de Barracosa se disfrazaba con máscaras y túnicas, y bailaban a las puertas de la iglesia para celebrar la vida y llorar a la muerte. Por lo visto, era muy importante ir en parejas ya que ir solo suponía una afrenta imperdonable para su dios pagano. Llegué justo a tiempo, aquella noche asistiría a mi primera mascarada.


Parte 2


Ilustración de @skizoodraw