La visión de aquella cosa era grotesca, aunque, usando un término más concreto, yo la habría definido como repulsiva.

Un gusano de más de treinta metros de largo y con un diámetro de al menos tres metros de grosor se hallaba encallado en la costa. Ocupaba casi por completo la orilla de la cala. La fina arena marrón, las caracolas destrozadas y los peces que había arrastrado fuera del mar le servían de lecho improvisado. La multitud de gente, que minutos antes se bañaba plácidamente en las cristalinas aguas, lo fotografiaba con sus móviles y se tapaban la boca intentando no vomitar. El hedor que desprendía el ser no pertenecía a este mundo.

El monstruo marino tenía incrustadas en su parte delantera unas esferas grises que los expertos definieron como sus ojos y pequeñas lombrices negras se hospedaban en su viscoso cuerpo con la cabeza hundida en la piel rojiza casi translucida del gusano. Los parásitos de la criatura serpenteaban sus colas segmentadas con unos movimientos tan desagradables como hipnóticos. Los científicos dedujeron que el monstruo estaba vivo, ya que contraía y relajaba su cuerpo con un movimiento similar a la respiración removiendo constantemente la arena a su alrededor, y expulsaba un viscoso líquido oscuro cada varios minutos por un gran orificio situado al final de toda su extensión, lo que los estudiosos catalogaron como su boca.

El sol del medio día caía sin piedad sobre la cala, lo que aceleraba la descomposición del titán que no se había desplazado un ápice desde que lo descubrieron. Cada vez más ojos curiosos se asomaron a ver en persona al monstruo marino, pero ninguno se atrevía a acercarse más de la cuenta, el miedo a lo desconocido se enroscaba en sus mentes como una serpiente y nos les dejaba avanzar. Para ser sinceros,  aquella fue una acción bastante inteligente, pero la cautela se pierde rápido, al igual que una botella lanzada al mar por un náufrago desesperado y, al igual que la botella, siempre vuelve portando consigo un mensaje aterrador.


La policía había instalado un perímetro de seguridad y no permitían el acceso a nadie salvo a los científicos que habían llegado para estudiar a la criatura. Cientos de ellos se habían movilizado desde diferentes partes del país para ver a través de sus propias gafas al coloso marino que luchaba por sobrevivir entre flashes y murmullos. Toda esa parafernalia parecía tan irreal que al principio lo que creí falso. Una trampa del subconsciente que se empeña en desentrañar viejas fobias y de paso crear otras nuevas. O algún bromista intentando atormentar a los bañistas. Como si no tuviera ya bastante con los peligros de la vida real, lo sobrenatural hacía acto de presencia para atormentarme.

La noche anterior al descubrimiento del ser, tuve un sueño de lo más extraño. Me despertaba en el agua, en la más absoluta oscuridad, atrapado a miles de metros de profundidad y rodeado de peces de las profundidades. A pesar de tenerle un pánico terrible al agua, flotaba entre aquellas abominables criaturas del abismo como si fuera una de ellas. Las luces de los peces linterna alumbraban la eterna penumbra que allí reinaba, podía ver perfectamente sus dientes curvos, las escamas casi transparentes de tonos rojizos y negros que cubrían todo su cuerpo, y esos negros y ojos sin vida que me observan hambrientos desde las sombras. Cada vez más habitantes del océano se arremolinaban en torno a mí, la presión a la que estaban sometidos los había convertido en seres deformes y espantosos, y su hábitat los había privado de toda piedad, convirtiéndolos en depredadores insaciables. No solo había peces rondándome, entre las amenazas abisales se hallaban pulpos de infinitos tentáculos, calamares gigantes con fauces dentadas, medusas fluorescentes de varios colores y otros animales nunca antes vistos por el hombre. Casi al final del sueño, hubo un momento en el que pude acariciar la piel viscosa de una de esas criaturas, la textura era suave y ciertamente agradable, pero entonces descubrí como era posible que yo estuviera allí. Mis manos habían sido sustituidas por largas falanges unidas por membranas. Escamas verdosas recorrían mi piel. Los criaturas marinas no querían devorarme, me adoraban.

Desperté nuevamente empapado, pero esta vez de mi propio sudor. Aquel viaje onírico se sintió tan real como el gusano gigante que se alzaba ante todos nosotros. Parecía que la pesadilla había traspasado el velo entre los mundos y me llamaba de manera furtiva para llevarme al otro lado. Para llevarme al abismo.


Pasaron varios días y el ser continuó en la orilla de la playa. El hedor se había convertido en una pestilencia insoportable. Los científicos usaban máscaras de gas para estudiar al gusano y los policías se habían despreocupado por los pocos exaltados que deseaban ver al monstruo más de cerca. Sin embargo, cada vez más personas acampaban en las inmediaciones para estar próximos al ser marino. Muchos hablaban de él como una entidad divina, otros simplemente tenían un interés empírico por saber de que era capaz y poder verlo en acción. Yo, por mi parte, estaba aterrado, pero un instinto me empujaba a querer estar cerca de él, era tan fuerte que no podía resistirme, como el deseo de un hijo por estar junto a sus padres.

Durante esos días en la playa, el apego hacia ese monstruo se había convertido casi en una necesidad. Si hubiera sabido lo que iba a suceder, si tan solo hubiera tenido un mínimo atisbo de lo que iba a pasar en esa playa maldita, me habría marchado a la otra punta del planeta sin dudarlo un instante.

Las personas que acampaban junto al monstruo comenzaron a acercarse cada vez más a él movidos por lo que ellos decían era una intervención divina. Las fuerzas de seguridad apenas pudieron contener su avance. Arrastraban los pies por la arena como zombis sin voluntad. Los ojos de muchos de ellos se habían tornado completamente negros como los de los monstruos de mi sueño . Si ya de por sí el ver a tantas personas fuera de sus cabales era algo espantoso, lo que ocurrió después perduraría eternamente en las mentes de los supervivientes. Las lombrices se desprendieron inertes en la fina arena y los campistas comenzaron a introducir sus cabezas en la gelatinosa piel del gusano penetrando hasta la cintura. Después, un coro de alaridos de auténtico dolor se hizo eco en el interior de aquella cosa que actuaba de altavoz y proyectaba hacia fuera los gritos de los que habían quedado atrapados. Caí de rodillas y unas inexplicables lágrimas rodaron por mis mejillas. No eran parásitos, eran personas.

El gusano gigante reaccionó y empezó a emitir una luz extraña. Ni en un millón de años podría haber explicado cual fue color que mis ojos presenciaron, pero, simplemente, era hermoso. El color de la vida y la muerte, un espectro que no pertenecía a este mundo. Los que no se vieron atraídos, huyeron lo más rápido que sus pies le permitieron, yo me quedé observando en silencio. La arena me acunaba con sus delicadas manos. Quizás el miedo que albergaba mi subconsciente me salvó de ser absorbido por el coloso devorador. El miedo al mar y a lo que se ocultaba bajo la superficie. Por un segundo, tuve la sensación de que el gusano me dedicaba una mirada, no hambrienta, sino cómplice. Me reconocía. Él sabía quien era yo y yo sabía quien era él. Las nauseas se volvieron incontenibles.

Tan rápido como vino, se fue. Reptó mar adentro mientras que sus presas pataleaban e intentaban desesperadamente escapar de un suceso peor que la muerte. Las súplicas de auxilio continuaron inundaron la cala hasta que, por fin, fueron acalladas y sepultadas bajo infinitas toneladas de agua salada. El extraño color iluminó la costa por completo cuando el ser se sumergió y poco a poco se fue desvaneciendo hasta no dejar rastro de su presencia, las olas no tardaron en ocultar sus huellas en la arena, aunque una cicatriz imborrable se alojó en las mentes de los presentes. Una herida imposible de cerrar.

Lo peor de todo fue el sentimiento de inferioridad. La sensación de que no somos más que ganado para los inhóspitos monstruos que habitan las profundidades. En cierto modo, nos permiten vivir porque así ellos lo desean. Nos hemos convertido en el sustento de los que algún día gobernarán tanto en el agua como en la tierra y me aterroriza pensar que yo pueda llegar a ser participe de nuestra propia destrucción.


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