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La compañía de viajeros llegó a las puertas del Castillo de Remeria. Las capuchas de tela marrón los protegían de la fina lluvia que se cernía sobre la región de Ámafor, al suroeste de Azímur.

Un gigantesco portón de madera protegido por varias torres de vigilancia parapetadas se presentaba ante ellos y numerosos ojos se posaron sobre los nuevos visitantes. Estaba atardeciendo.

— ¿Quién va? — preguntó una voz al otro lado.
— Nos envían los sabios de Négacar. Somos la compañía del dragón — contestó una profunda voz masculina que se guarecía bajo la capucha empapada. Portaba un jubón de cuero, un pantalón del mismo material y una larga capa marrón. Cabalgaba sobre un dracomonte, un primo lejano de los antiguos reptiles escupefuego. Sus alas habían evolucionado a dos garras delanteras y su tamaño se había reducido al de un portentoso caballo, aunque mantenía las escamas rojas y las malas pulgas.
El resto de acompañantes, cinco para ser exactos, iban montados en caballos blancos, excepto uno, el cual cabalgaba, o más bien brincaba, sobre un enorme sapo verde. Sólo una raza tenía la capacidad domar a las ranínculas, los anura. Ranas antropomórficas que gobernaban el mercado negro de Azímur desde La Cloaka, una de las mayores ciudades de toda la región.
La gran puerta cayó permitiendo a los viajeros entrar en el castillo amurallado de Remeria ante las desagradables miradas de los allí presentes. Estaba claro que no solían tener muchas visitas.
Un hombre calvo y con una desaliñada barba marrón les salió al paso cuando alcanzaron el patio. Por las arrugas en su piel, se revelaban al menos cuarenta primaveras.
— ¡Por fin! Los cazadores han llegado. Empezábamos a pensar que los sabios de Négacar se habían olvidado de sus más fervientes guerreros. Pasad aquí la noche, mañana hablaremos sobre la amenaza que hostiga Ámafor — hizo una pequeña pausa en la cual observó minuciosamente a cada uno de los integrantes de la compañía —. Ese dragón debe caer — susurró acabando la frase con severidad en su rostro.
El líder del grupo desmontó del dracomonte y le dio las riendas al hombre que los había interceptado en el patio.
— Cuidado con Taisa, este clima no le gusta. — El animal se sacudió violentamente las gotas de lluvia y lanzó un rugido que heló las sangre de los allí presentes.
El hombre calvo miró furioso al líder — ¿quién os habéis creído que sois? Mi nombre es Remus el Exiliado y llevo protegiendo a las buenas gentes de Azímur desde que tengo uso de razón. Ni el castillo de Remeria, ni su barricada, han cedido un ápice ante las embestidas de El Límite. No tiene ni idea de las bestias que hemos enfrentado aquí.
— Eres un necio — fue su única respuesta. Remus no supo cómo reaccionar, así que calló. La impasividad de aquel desconocido le había puesto en guardia.
El resto de la compañía desmontó e, imitando a su líder, les entregaron las riendas de las bestias en completo silencio. Los soldados del castillo les indicaron de mala gana donde podían pasar la noche. Estaba claro que no eran bien recibidos y menos aún con lo que acababa de suceder.
El castillo constaba de un gran patio interior, un fortín donde se aposentaba Remus, unos barracones para guarecer a los soldados, un establo donde las monturas pudieran descansar y un gran comedor con dos niveles para mantener a los guerreros ocupados. En la planta superior se alojó la compañía.
A la mañana siguiente, Remus hizo llamar al supuesto líder. Ambos se encontraron de nuevo en el patio. Ya no llovía, pero el olor a tierra mojada inundaba el lugar.
— Parece que no hemos empezado con muy buen pie. Me gustaría saber su nombre, guerrero — dijo Remus. Tenía la espada preparada para rebanar la cabeza de aquel descarado si fuese necesario.
El visitante se quitó la capucha y unas dolorosas facciones aparecieron en su rostro. Tenía la cara llena de cicatrices y unos penetrantes ojos azules. Su pelo era negro con mechones blancos que le llegaban hasta los hombros.
— Mi nombre es Dórmunt — Remus dio un paso atrás. No daba crédito a lo que sus ojos le mostraban. Tragó saliva, pero deseaba que la tierra se lo tragase a él.
— L…lamento mucho el malentendido, caballero Dórmunt — tartamudeó Remus hincando la rodilla.
Los caballeros y las guardianas eran enormemente respetados en Azímur. Sus hazañas viajaban de boca en boca desde los Cubiles Orcos, hasta el siniestro reino de Rádim. Pero Dórmunt no era un caballero cualquiera, su disciplina era la Voluntad, la cual podía dominar a las otras cinco; Fuerza, Valentía, Agilidad, Audacia e Inteligencia.
El arma de estos caballeros era la espada de runas. Una potente hoja sobre la cual estaban inscritos los sigilos de las seis disciplinas. Cuando el caballero realizaba una hazaña digna que perteneciera a una de las doctrinas, la runa correspondiente se iluminaba y el poder del portador de acrecentaba. Solo tres caballeros de Voluntad habían logrado completar la espada y grabar en ella el resto de insignias, uno de ellos era Dórmunt.
— No hay nada que disculpar, Remus el Exiliado — dijo Dórmunt con voz de ultratumba. Sonaba tan seria y profunda que sus seguidores y los soldados de Remeria agacharon la cabeza de forma casi involuntaria.
— Dígame en qué puedo servirle y lo tendrá tan rápido como sea posible.
— Necesito un guía. Un alma que me lleve hasta la guarida de la bestia y no tema al abrazo cálido de la llama, ni al gélido toque de la muerte.
— Mi hija ha visto donde se esconde la bestia. Puede guiaros por el Desfiladero de Huesos hasta las desamparadas tierras de El Límite, mi señor.
— Que así sea, Remus el Exiliado. Tu hija nos acompañará, pero no puedo prometer su seguridad. Su destino estará en manos de los dioses. Aunque no desesperes, guerrero, la fortuna de los valientes sonríe a los que son capaces de complacerla.
Remus asintió aun estando arrodillado y solo se levantó para hacer llamar a su hija.
Una niña de unos doce años, pelirroja y con pecas en la nariz, se presentó ante ellos. Tenía un largo pelo liso y brillaba intensamente bajo el sol. La acompañaba un aire malhumorado y miraba enfadada a los visitantes con unos penetrantes ojos verdes. Iba vestida con una armadura de cuero hecha a medida, unos pantalones de tela y unas botas negras.
— Niña — dijo Remus —. Vas a acompañar a estos guerreros a matar al dragón.
— Pero yo no quiero matarlo, papá — contestó la pequeña —. Es lo único bueno que ha pasado en Ámafor desde hace años
—¡Harás lo que se te ordene, niña! —exclamó furioso el hombre para intimidar a su hija, la cual agachó la cabeza y miró al suelo.
— Por eso se marchó Repus— susurró. Las palabras cayeron en el hombre como una losa, Repus era su primogénito, el cual decidió no continuar con el negocio familiar y una noche se escapó del Castillo de Remeria para no volver.
Remus suspiró y se giró hacia Dórmunt.
—Perdonadla, mi señor, es joven y no comprende los problemas de los adultos.
Dórmunt se puso a la altura de la muchacha. — ¿Te asusta mi rostro, niña? — preguntó curioso el guerrero. La niña afiló sus ojos y negó con la cabeza—. ¿Sabrías guiarnos hasta la guarida de la bestia? — la niña asintió. Había odio en sus grandes ojos verdes, pero también decisión y valentía. El caballero no necesitaba saber nada más. — Vendrás que con nosotros. Prepárale un caballo, Remus.
El hombre asintió y comenzó los preparativos. Uno de los visitantes encapuchados agarró el brazo de Dórmunt y, con voz una fina voz masculina, susurró — es solo una niña, Dórmunt. No está preparada. El Límite no es un lugar agradable.
— Yo también era un niño cuando me forzaron a hacer las pruebas de Áblica, Tirso. Mi rostro es muestra de ello. No hemos venido a salvar a nadie y tampoco a matar a ningún dragón. Recuérdalo — el encapuchado asintió y volvió junto al resto.
La compañía abandonó el castillo de Remeria tan pronto como pudo. Dórmunt iba en cabeza. El guerrero anura se acercó a la chica.
— ¡Oye, niña, ribit! ¿Cómo te llamas, ribit? Yo me llamo Cory, ribit.— Tenía los enormes ojos fijos en ella e hinchaba la garganta al final de cada frase. A pesar de lo extraño de su fisiología, tenía un aspecto muy agradable y una sonrisa de oreja a oreja, aunque no tenía orejas, sino orificios auditivos.
— Yo me llamo Hóllow, caballero rana— contestó tímidamente.— Encantado de conocerle.
— ¿Caballero rana, ribit? — dijo sorprendido el anura brincando sobre su ranícula. — ¿Has oído, Tirso? Me ha llamado caballero rana, ribit. — El resto de acompañantes rieron ante la confusión de Hóllow. — Soy un anura, pequeña. Un poderoso caballero anura, ribit.
— ¿Poderoso caballero? Esa sí que es buena —dijo otro de los encapuchados soltando una carcajada.
—Te haría picadillo, zoquete, si no estuvieras en mi bando, ribit —amenazó el anura levantando su membranosa mano y señalando al hombre en un curioso intento de desafío.
— ¡Silencio! – exclamó Dórmunt —. Parecéis niños enzarzados en triviales disputas, si os elegí para esta misión es porque sois lo mejor que Négacar podía ofrecer. Comportaos como tal.— Todos agacharon la cabeza como si su padre les acabara de regañar y siguieron con la marcha muda.
La comitiva cabalgó por el camino entre el castillo y la barricada de Remeria sin ningún contratiempo. La niña viajaba en silencio, absorta en sus pensamientos. Temía decirles donde se encontraba el dragón, pues no quería que lo mataran, pero su padre le había dado una orden muy clara y directa.
Siguió debatiéndose entre el deber y el corazón hasta que llegaron a la barricada. Aquel lugar hacía honor a su nombre. Una enorme muralla de madera y hierro obstaculizaba el camino hacia El Límite. Numerosos guerreros humanos, vestidos con grandes corazas plateadas y luciendo el símbolo de Soho en el pecho; dos espadas cruzadas y una rosa azul, hacían guardia subidos a la barricada, otros tantos descansaban o entrenaban el manejo de la espada.
Un hombre delgado de largo cabello negro y parche en el ojo les salió al paso. Se dirigió primero a la joven.
— Señorita Hóllow — el soldado inclinó la cabeza en señal de respeto.
— Hola, Mateus. Queremos pasar — contestó con aires de nobleza.
— ¿Sabe tu padre que estás aquí? — preguntó en tono preocupado —. Me ejecutará si se entera de que has vuelto a atravesar la barricada.
— Él me ha enviado aquí. Esta es la compañía del dragón, liderada por el caballero Dórmunt. — Todos comenzaron a susurrar en el campamento y la cara de Mateus palideció.
— Yo…Yo – tartamudeó sin saber qué decir — ¡Abrid la barricada!
Los héroes atravesaron la puerta improvisada entre caras de asombro y abandonaron finalmente las tierras de Remeria.
— No me gusta dar a conocer tan rápido mi identidad, niña — dijo Dórmunt con semblante serio.
— Y a mí no me gusta que asesinen dragones, caballero. Estamos empatados — aquella respuesta desconcertó a Dórmunt. Le sorprendió más que el centenar de cuerpos mutilados de humanos y criaturas que se agolpaba en el sendero que los guiaba hacia su destino. Aquel camino era conocido como El Desfiladero de Huesos.

El hedor a muerte y putrefacción los acompañó durante toda la travesía. Los buitres aguardaban pacientes en los quicios del desfiladero a que los intrusos sacaran sus pies del suculento y sangriento banquete.
Los muros de roca se alzaban altos y quedaban divididos por una enorme grieta que filtraba la luz y les permitía ver el camino.
— ¡Niña, ribit! — Exclamó el anura. — ¿Sabes por qué se le llama a este paso El Desfiladero de Huesos, ribit?
— No lo sé, Cory. ¿Por qué es un desfiladero y hay muchos muertos? — el anura rio e hinchó su cuello más de la cuenta.
— Casi, ribit. Bajo nuestros pies se halla el ejército de Remeria, ribit. Hombres y mujeres que dieron su vida por salvar Azímur, ribit. Pensaba que los humanos estarían orgullosos de tan noble acto. Ribit.
Otro de los encapuchados, el cual cabalgaba tras el sapo gigante, intervino en la conversación sin mostrar su rostro. — La vas a asustar, Cory. No son historias para contar a una niña.
— ¡No soy una niña! Mi nombre es Hóllow y os estoy llevando a la guarida de un dragón. Creo que merezco un trato justo. Cuéntame la historia — exigió.
— Como quieras, ribit. Hace muchos años, ribit, El Límite era un lugar donde convivían la mayoría de las criaturas mágicas. Los árboles crecían fuertes y los ríos bravos, ribit. Los anuras no conocían la corrupción y las hadas no necesitaban vender su cuerpo por unas simples nedas, ribit. Un paraíso para todo aquel que no desease ser encontrado. Pero, un aciago día, el cielo se oscureció sobre El Límite, ribit, y unos portales color esmeralda trajeron a esos monstruos salvajes. Esas bestias deformes que destruían cuanto se interponía en su camino, ribit. El ejército humano de Remeria les hizo frente con todo el valor de sus corazones. Nadie vino a socorrerlos, ni los caballeros de Négacar, ni las huestes de Soho, ni las criaturas mágicas del norte, ribit. La destrucción desoló Ámafor, solo quedó un castillo ruinoso, una barricada con remiendos y un camino pavimentado con los huesos de sus guerreros, ribit. Ámafor perdió casi toda su extensión y quedó reducida a lo que puedes visitar hoy en día, ribit — Hóllow escuchaba con atención, aquella historia no es la que le había contado su padre.
—¡Mirad! Nos acercamos a la salida.
Un chillido estridente sonó en la grieta y varios ojos saltones amenazaron a la compañía. De las paredes del desfiladero comenzaron a surgir varias criaturas con forma de cerdo. La anatomía de aquellos seres se asemejaba a la de los jabalíes, pero mucho más corpulenta y con dos largas patas extra que brotaban de sus lomos. Dos enormes colmillos sobresalían de sus babeantes bocas y, entre ellos, se distinguían tres diminutos ojos negros.
— ¡Mi señor Dórmunt! — gritó uno de los encapuchados descubriendo una hoja semicircular que se agarraba a su muñeca a través de un brazalete dorado —. ¡Son jabaliscos!

— Mierda— susurró Dórmunt —. Preparaos para el combate. Cory, protege a la niña, acompáñala fuera del desfiladero.
— A sus órdenes, ribit. Ven, Hóllow, nos vamos de aquí. — Ambos comenzaron su huida del peligroso camino.
Dórmunt desmontó de la dracomonte y acarició su escamoso cuello para tranquilizarla.
— Tirso, llévate los caballos y a Taisa con Cory, de poco sirven nuestras monturas contra este enemigo. Nos reuniremos con vosotros en un momento — el caballero encapuchado asintió y se marchó con los dos caballos restantes y el dracomonte —. No uséis vuestro poder a no ser que sea necesario — ordenó Dórmunt para, acto seguido, desenfundar su pesada espada de runas, la cual cargaba a la espalda. Los otros dos guerreros desplegaron sus afiladas cuchillas semicirculares que iban desde la muñeca hasta el codo.
Los jabaliscos atacaron con fuerza y rabia animal, aunque poco podían hacer contra la maestría de los tres caballeros humanos. Dórmunt blandía su hoja cortando carne y hueso con una destreza sin igual. Los otros dos caballeros también despachaban jabaliscos sin cesar formando torbellinos de acero a su alrededor.
Cuando diez de aquellas criaturas ya esparcían sus vísceras por el arenoso suelo, otro chillido, esta vez más cercano y ensordecedor, se hizo eco por todo el desfiladero. Un grupo mucho más grande de criaturas se abalanzaba en estampida sobre los guerreros.
— Son demasiados, Dórmunt — jadeó uno de los caballeros cubierto de sangre —. Debemos usar nuestra afinidad.
— No nos han dejado otra opción. Desatad vuestro poder sobre estas infames criaturas.
La afinidad de los caballeros de la Audacia era el rayo, usaban movimientos centelleantes con sus gujas para derrotar a sus enemigos. Los rivales de los caballeros de la Audacia eran los caballeros de la Agilidad, maestros en el uso del viento que usaban la velocidad a su favor para apuñalar con precisión milimétrica a sus oponentes.
Los dos caballeros de la Audacia comenzaron a rozar enérgicamente sus gujas, mientras susurraban un poderoso mantra «El rayo sirve mi voluntad, la tormenta es mi aliada». Dórmunt observaba impasible la avalancha de jabaliscos que se aproximaba hacia ellos.
— Atacad juntos, dadles una lección a esos engendros del abismo. Si causáis suficientes bajas, no se atreverán a continuar con su avance — ambos guerreros asintieron ante las órdenes de su capitán. Una pequeña nube de polvo y relámpagos comenzó a envolverlos.
Cuando los jabaliscos estaban a tan solo unos metros, los dos humanos se abalanzaron sobre ellos a una velocidad pasmosa. Cada tajo que propinaban, provocaba una descarga eléctrica en su objetivo, el cual aullaba de dolor antes de perecer calcinado. Dórmunt despachaba sin apenas esfuerzo a las criaturas que se atrevían a desafiarlo, aunque seguían siendo una amenaza demasiado grande.
Los atacantes no cesaban su envite y los caballeros, exhaustos por el uso de su elemento, continuaban desparramando vísceras y cortando miembros entre gritos de dolor y chillidos traídos de otro mundo.
Dórmunt lanzó un grito de retirada y clavó su espada en el suelo alzando un muro de tierra separando de lado a lado del desfiladero.
— ¡Corred hacia la salida! Los contendré todo lo que pueda. — Los humanos huyeron entre jadeos y maldiciones hacia el final del desfiladero, donde los esperaba el resto de la compañía.
Un silbido agudo se hizo eco en la grieta eclipsando los escandalosos chillidos de las bestias. Un reclamo solo reconocible por un animal, la dracomonte.
La montura llegó hasta Dórmunt a una velocidad endiablada. El caballero sacó la espada del suelo, subió rápidamente a su lomo y se aferró con fuerza a las riendas. Tan pronto como retiró el acero, el muro comenzó a desmoronarse y una avalancha de jabaliscos se relamía impaciente al otro lado.
El humano se acercó a la oreja picuda de la dracomonte mientras comenzaba a acariciar su escamosa piel carmesí.
— Vamos, Taisa, demuéstrales de lo que eres capaz. ¡Galopa!
El muro cayó y la estampida se hizo patente en el desfiladero. Dórmunt cabalgaba con la premura del viento, aunque no conseguía dejar atrás a sus perseguidores. Ya podía ver el final de la grieta y al resto de la compañía esperándole. Cuando los primeros rayos de sol tocaron su melena negra y blanca, los jabaliscos se detuvieron con bramidos amargos de derrota.
— ¡Mi señor! Ribit — gritó Cory a unos metros haciendo gestos para revelar su posición.
— ¿Por qué se detienen? — preguntó Hóllow mirando a uno de los caballeros que había luchado junto a Dórmunt, estaba completamente agotado, aunque se mantenía en pie sujetándose las rodillas y jadeando.
— Los jabaliscos no pueden recibir la luz del día, niña. Les quema la piel y los ciega.
— Todo en Azímur tiene una debilidad — continuó Tirso, el otro humano que había guarecido a los caballos —. Solo hay que saber encontrarla y aprovecharse de ella. La de estos seres es el sol abrasador que se posa sobre nosotros. Deberías anotarlo.
— Por eso lo llevamos con nosotros — dijo el guerrero sonriendo —. Tirso es un libro con patas, no será bueno con el arco, pero esa cabeza es rápida como una flecha. Por eso te cogieron en Inteligencia.
— Brutos de la Audacia — suspiró tirso—. Siempre pensando en las armas.
Domunt alcanzó al grupo.
— ¿Estáis todos bien?
— Sí, señor — respondieron los cuatro caballeros al unísono.
—¿Niña?
— Sí, señor — contestó. Ese tipo se acababa de enfrentar a una multitud de jabaliscos y había salido con vida. Hóllow comenzaba a pensar que no estaba ante un hombre corriente.
— De acuerdo, en marcha pues. Hay un largo camino que recorrer.

El grupo comenzó a cabalgar por el páramo desolado de El Límite. Dejaron atrás el desfiladero y pusieron rumbo a la guarida del dragón.
La visión de aquel lugar era terrible. La tierra estaba completamente seca y los cascos de los caballos resquebrajan aún más el suelo bajo sus pies. El calor era insoportable y tan solo las capuchas protegían a los viajeros del astro rey. Los insectos habían aumentado su tamaño y era común ver moscas del tamaño de un puño.
Hóllow guío a la compañía hasta un oasis que había encontrado varios meses atrás en sus andanzas por aquella tierra maldita. En sus aventuras, había tenido la suerte de no enfrentarse a las criaturas de El Límite, al menos, no directamente, su pequeña presencia pasaba desapercibida.
Estaba anocheciendo y Tirso advirtió a sus compañeros que las criaturas de ese lugar solían vagar con mayor frecuencia bajo la luz de la luna. Acamparon para reponer fuerzas entre los frondosos árboles que inexplicablemente sobrevivían acinados alrededor de una diminuta charca.
— Niña, — Tirso se aproximó a Hóllow que se hallaba ensimismada en sus pensamientos. Estaba sentada bajo un árbol retorcido de hojas amarillentas denominado tallo. — Gracias por mostrarnos este oasis, Cory no puede estar mucho tiempo sin sumergirse en cualquier líquido. Cosa de anuras, le viene de familia. — Tirso no tenía aspecto de caballero, poseía un bigote negro bien cuidado y un pelo corto y lacio del mismo color. Su complexión era mucho más delgada que la del resto. A la espalda llevaba un arco de madera tallado y un carcaj de flechas con plumas rojas. — ¿Sabes leer? — Hóllow hizo un gesto dubitativo con la cabeza y se encogió de hombros. Sus ojos verdes estaban clavados en el hombre que le tendía un libro con tapas de cuero —. Es un pequeño bestiario de El Límite, yo ya lo he repasado más de veinte veces, quédatelo. ¡Hay dibujos! — La niña inspeccionó el libro con sus manos y comprobó lo suave que era al tacto. En la portada ponías; «Criaturas y Peligros de la región arrasada» y, al pie de este; «Escrito por Matheus el Sabio».
— Es el decano de mi orden, la Inteligencia. Es el hombre más juicioso de Négacar y de todo Azímur, diría yo — sentenció Tirso sonriendo.
— Gracias — acertó a decir Hóllow y abrazó el libro — . Nunca antes había tenido un libro propio.
La poderosa voz de Dórmunt resonó en el oscuro oasis.
— Yo haré la primera guardia, dormid lo que podáis y estad preparados para el combate.
Un grito ahogado se escuchó en la oscuridad del oasis que protegía a los héroes. Todos despertaron menos uno de los caballeros que había luchado junto a Dórmunt en el desfiladero. Una afilada lanza de madera lo había empalado en el árbol donde descansaba. La madera había atravesado su corazón de lado a lado. No hubo sufrimiento en su muerte.
—¡Compañía del dragón! — exclamó Dórmunt mientras Hóllow miraba con horror el cuerpo sin vida del hombre —. Alzad vuestras armas y defendeos.
Los cuatro caballeros rodearon a Hóllow. El oasis no era muy grande, pero su espesura verde otorgaba camuflaje a aquellos que no querían ser vistos. Era como si toda la vegetación de la zona se acumulase en un único punto, una pequeña charca donde Cory había estado sumergido horas antes.
— Abrid bien los ojos.
El silencio era inquietante y la oscuridad total. El grupo había formado un círculo alrededor de Hóllow y escudriñaba cada brizna de aire que movía las hojas. Cory portaba dos cuchillos afilados, Tirso su arco largo, Mir, el otro caballero, las amenazantes hojas curvas y Domunt su poderoso mandoble.
— Lo tengo, ribit — susurró Cory lanzando una de sus dagas a la maleza superior de uno de los árboles. Un cuerpo se desplomó hacia delante y murmullos en la oscuridad se hicieron eco de la muerte.
— ¿Quiénes sois? — preguntó Domunt —. No queremos entablar batalla, pero nos defenderemos de cualquiera que intente atacarnos.
— Han matado a Tir— pronunció Mir con rabia en sus ojos marrones—, no van a salir vivos de aquí. ¡Los mataré! — El caballero se abalanzó sobre la negrura con sus dos cuchillas de muñeca como única compañía e iluminado por los relámpagos que lo rodeaban.
Mir libró una brutal batalla en el oasis, una nocturna orquesta sangrienta que acabó a los pocos minutos de empezar. La luz de sus hojas se apagó para siempre. Cuando el silencio reinó de nuevo entre los árboles, un pequeño objeto salió de entre los arbustos y cayó justo a los pies del líder. Era el brazo de Mir, aún conservaba la afilada cuchilla en la muñeca. Diminutos espasmos recorrían sus dedos.
Las caras de horror no tardaron en llegar y Hóllow se arrodilló en el suelo sin creerlo. Se conocían de apenas unos días, pero empalizaba con su valentía y arrojo. Pensó en las veces que ella también había sentido esa furia descontrolada y se arrepintió de haber sido tan inconsciente.
— Vosotros profanar oasis sagrado — dijo una voz torpemente en el idioma común de Azímur.
— No conocíamos la pureza de este lugar — contestó Dórmunt —. Somos caballeros, defensores de Azímur — aclaró bajando la espada y dando un paso al frente —. Hemos venido a matar al dragón.
Las voces murmuraron en una lengua extraña. Tirso la conocía y también conocía a sus usuarios.
—Son habitantes de la llanura — susurró el hombre —. Antaño fueron grandes reyes. Construyeron gigantescas y prósperas ciudades en los bosques de Fal’Doré. Se decía que su tecnología era muy superior a la nuestra. Más poderosa que la magia y el dominio de los elementos. Fueron los primeros afectados cuando los portales esmeralda se abrieron.
Una esbelta figura, mucho más alta que Dórmunt, se personó ante el grupo, el cual aún se mantenía alerta. Sacó una pequeña bolsa de cuero marrón y de su interior brotaron luciérnagas metálicas que iluminaron el lugar donde se encontraban a modo de antorchas mágicas. Al menos veinticinco guerreros armados con finas lanzas de madera y espadas curvas salieron de sus escondites entre los árboles. Portaban armaduras ligeras que apenas cubrían su cuerpo y un extraño calzado hecho a partir de las pezuñas de los jabaliscos. Su piel era negra con manchas rojas y se cubrían la cabeza con cascos hechos de resistentes escamas.
—Mi nombre ser Fiord, extranjero. Notar mucha fuerza en tu arma. Vosotros ser prisioneros ahora de tribu Odiseo. No resistir o morir.
Dórmunt aceptó el ofrecimiento tan alentador de Fiord y calmó los ánimos de la compañía. Al amanecer, se pusieron en marcha rumbo al pueblo Odiseo.

Los habitantes de El Límite no les encadenaron y tampoco les privaron de sus monturas, sabían que era imposible que escaparan y así lo demostraron. Los prisioneros iban en el centro y sus captores los rodeaban. Estos se deslizaban montados en oscuros ciempiés gigantes que serpenteaban a una velocidad endiablada por el llano. Cada insecto tenía capacidad para seis guerreros. Los hombres se agarraba a ellos a través de un sistema de cuerdas a modo de riendas. Aquella montura era perfecta para el transporte de personas a través de la destrozada tierra de El Límite.
Fiord poseía una montura diferente. Una especie de mosquito marrón de largas patas y alas plegadas. Una silla de montar metálica descansaba entre las finas alas transparentes de la criatura y, sobre ella, el líder se alzaba vigilante portando su larga lanza.
Aquellos seres parecían tan inofensivos como amenazadores. Hóllow, a diferencia de los caballeros, estaba sumamente sorprendida. Buscó en el bestiario de Tirso alguna ilustración que se pareciera a ellos.
— Deslizadores y patudos, ribit — dijo Cory —. Son unos monstruos encantadores, ribit. Solo las lúmiras tienen la manía de cazar a los deslizadores, pero estos larguiluchos amigos tienen un veneno muy potente, ribit. Se dice que las peleas por la supervivencia en estos parajes son increíbles, ribit.
— ¿Qué es una lúmira? — Preguntó Hóllow, pero no obtuvo respuesta. Fiord detuvo la marcha e hizo que el patudo desplegara sus alas. Alzó el vuelo hacia el sol emitiendo un leve zumbido y regresó a los poco minutos.
Primero habló con sus pares en aquel extraño lenguaje y luego se dirigió a Dórmunt.
— Dragón estar aquí.
Pronto, una sombra se posó sobre los viajeros. Una silueta de de grandes alas y larga cola. El dragón sobrevolaba la compañía como un buitre a la espera de comida.
— Se cree que los dragones tienen una vista excelente — dijo Tirso acercándose el bigote —. Nos está estudiando.
— Otro empollón como tú, ribit — contestó Cory ensanchando su anfibia garganta y soltando una risa gutural.
— No es momento para bromas — intervino Dórmunt. Ambos caballeros asintieron y cambiaron su semblante a uno más serio.
Hóllow aún se encontraba amedrentada por la muerte de Mir y Tir, aunque sus compañeros parecían haberla superado ya. Eran sus amigos, ¿cómo podían estar haciendo bromas tan rápido? La chica le dedicó una mirada asesina a Cory y Tirso lo comprendió al instante.
— Cuando los caballeros tomamos nuestras armas, Hóllow, sabemos que nos conducirá a la gloria y a la muerte. Si un hermano muere, el mejor luto que podemos brindarle es disfrutar la vida que él no pudo. Estamos tristes por la perdida, pero ya lloraremos las penas en una taberna. Es de caballeros — acabó la frase llevándose la mano enguantada al pecho.
— Es de caballeros, ribit. — repitió el anura haciendo el mismo gesto.
La chica tenía muchas preguntas que hacer, pero no había tiempo. El dragón plegó sus alas y comenzó a hacer un picado hacia la compañía. Los habitantes de El Límite prepararon sus armas y los caballeros hicieron los mismo. Cory y Tirso protegerían a Hóllow, y Dórmunt haría frente a la bestia.
— Tribu Odisea luchar hasta la muerte — pronunció torpemente Fiord dirigiéndose a Dórmunt —. Tú deber hacer mismo.
— Descuida, haré todo lo posible para evitar hoy también el festín de la muerte.
La enorme bestia se posó delante de los aventureros resquebrajando la tierra con su llegada. La batalla iba a dar comienzo.
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La ser alado los desafía imponente desde media distancia. Tendría al menos veinte metros de largo. Su cuerpo estaba repleto de escamas rojas como el sol y una larga cola de lagarto con amenazantes púas en la punta le otorgaba un arma letal. Reposaba sus dos brazos y sus dos musculosas piernas en el suelo del páramo como el que espera impaciente a que le sirvan la cena. El largo cuello de la bestia se alzaba firme y portentoso, y cuatro cuernos enroscados decoraban su cabeza a modo de corona. La visión era majestuosa.
— ¿Qué hace? — preguntó Hóllow inquieta.
— Nos desafía — contestó Tirso —. Dórmunt ha vencido a toda clase de humanos, bestias y seres mágicos, pero los dragones no son para tomarlos a la ligera. Son inteligentes y astutos. Poseen una gruesa armadura natural y unas garras más letales que cualquier hoja rúnica. Debemos ser cautelosos.
Fiord lanzó un grito de batalla y los dos ciempiés que escoltaban a la comitiva empezaron a rodear al dragón. Este ni se inmutó ante la pobre estrategia del pueblo Odiseo y solo les dedicó una vaga mira para volver a posar sus ojos rasgados sobre Dórmunt. Cuando uno de los insectos estuvo al alcance de su cola, la bestia reaccionó lanzando un rápido latigazo vertical al grupo. Los jinetes salieron disparados y aterrizaron dolorosamente a varios metros junto al ciempiés que yacía completamente inerte. El otro grupo corrió peor suerte.
Con la distracción provocada por los primeros, el segundo equipo de jinetes comenzó a arrojar lanzas sobre el dragón que no llegaron ni a clavarse por la dureza de las escamas. Una intensa luz carmesí comenzó a gestarse en la garganta del monstruo hasta que de su boca surgió una bocanada de fuego y muerte que calcinó al segundo grupo. Fiord miraba con tristeza como sus guerreros eran masacrados sin tener opción alguna de batallar. Juntó las manos y agachó la cabeza rezando por que sus almas encontrar el camino correcto.
Dórmunt comenzó a caminar hacia el dragón.
— Hay que atacar a su cabeza — dijo Dórmunt a Fiord. — La zona del cuello no está tan bien protegida como el resto del cuerpo. Tengo entendido que los habitantes de El Límite fabricáis potentes venenos con la sangre de los deslizadores —Fiord asintió —. Si logras clavar una de tus lanzas envenenadas en el cuello del dragón puede que tengamos alguna opción.
Fiord alzó el vuelo montado sobre el patudo rumbo a su pueblo.
El caballero cada vez estaba más cerca de la criatura que lo esperaba impaciente.
— ¡Másserdul! — gritó Dórmunt. Aquellas palabras provocaron una reacción extraña en el dragón que agitó la cola dando un fuerte golpe en el suelo —. La muerte me ha visitado, dragón, no la temo, ni la busco, pero uno de los yacerá bajo sus garras hoy.
— ¿Qué significa eso? — preguntó Hóllow a Tirso.
— Dórmunt acaba de retar al dragón a un combate a muerte. Un duelo sagrado — dijo el caballero bajando el arco y con una expresión de total confusión en su rostro —. Ese no era el plan.
El dragón masculló lo que parecía una risa malévola.
— ¡Másserdul, humano! ¿Crees que puedes vencer? — La profunda voz del lagarto gigante sonaba cruel y confiada.
— Vamos a comprobarlo.
Domunt se quitó la capa negra y dejó al descubierto una reluciente armadura de plata. Arrastró su espada por el suelo y, con un rápido movimiento vertical hacia el cielo de Azímur, arrojó un rayo directo a la cabeza del dragón. La bestia se defendió del ataque con una de sus membranosas alas rojas. La chispa dejó una dolorosa marca.
— ¿Cómo te atreves? — exclamó con furia—. Te voy a despedazar, insecto.
La embestida del dragón fue furtiva y veloz, lanzó su enorme garra hacia el caballero destrozando la tierra en el lugar del impacto. Dórmunt esquivó el embate sin esfuerzo ayudándose de la rapidez del viento y preparó otro rayo en el filo de su hoja.
— No va a poder aguantar mucho así, ribit — dijo Cory —. Está usando varios poderes elementales, ribit. ¿Recuerdas la última vez, Tirso?
— Sí, estuvo en cama más de una semana después de usar cuatro poderes elementales en la misma pelea.
— ¡Debemos ayudarle! — exigió la chica.
— Másserdul es un rito de combate muy antiguo, niña. No podemos interferir hasta que uno de los dos pierda la vida. Es la ley y hasta los seres más ruines de esta tierra la respetan — Hóllow volvió la vista hacia la batalla con una mirada de absoluta determinación. Estaba claro que ella no iba a quedarse al margen.
La lucha entre el hombre y la bestia se había vuelto encarnizada. Dórmunt usaba los poderes que el viento, el rayo y la tierra le brindaban para atacar y defenderse. Por la parte del dragón, sus afiladas garras y su aliento flamígero eran las armas favoritas del coloso para intentar, sin éxito, aniquilar a su enemigo. El choque de ambos estaba destrozando la el reseco suelo de El Límite y atrayendo a numerosas criaturas mágicas que observaban desde la lejanía la gloriosa batalla.
Dórmunt comenzó a dar signos de cansancio por el uso de los poderes elementales y el despliegue físico que estaba realizando, sin embargo el dragón se mantenía estoico y no cedía ni un ápice de terreno.
En un momento dado, cuando los combatientes se detuvieron a tomar aliento, un pequeño destello se hizo visible en el cielo de Azímur. Era Fiord. Cargaba una gigantesca lanza envenenada. Dórmunt conjuró una repentina bola de fuego y la lanzó directa hacia el dragón. Sabía que utilizar el cuarto poder elemental no podría traerle nada bueno, pero necesitaba una distracción. El dragón aguantó el golpe sin apenas moverse y comenzó a reír con un desagradable sonido gutural.
— ¿Fuego?, ¿me atacas con fuego? Te voy a demostrar lo que es el auténtico poder.
La bestia hinchó el pecho y el cuello, y una resplandeciente luz roja se hizo patente de su cuerpo. Se estaba preparando para lanzar un devastador ataque sobre el fatigado caballero.
Fiord cargó el arma en un artefacto parecido a una ballesta que reposaba sobre el lomo de su montura voladora y se dispuso a arrojar la lanza sobre el dragón. Sin duda, era el momento perfecto para hacerlo. Acompañado de un estruendo, el proyectil salió despedido de la montura y se dirigió con rapidez hacia al cuello de la bestia que no se percató ni por un segundo de su presencia.
La ponzoñosa lanza estaba a escasos metros del dragón, cuando un grito ensordecedor eclipsó la batalla e hizo añicos la madera del proyectil. Los trozos cayeron cerca de la bestia y esta redirigió su mortal ataque contra Fiord que pereció calcinado. El agudo grito provenía de Hóllow que se alzaba desafiante con sus manos estiradas hacia el dragón. Todos las razas presentes quedaron asombradas. Cada una de ella había notado el poder de Hóllow atravesando sus cuerpos y concentrándose en la destrucción de la lanza.
— ¿Qué has hecho, niña? — le susurró Tirso con los ojos abiertos de par en par. Hóllow se miró las manos igualmente asombrada y se giró hacia los caballeros que la escoltaban. Su pelo rojo se había iluminado y crepitaba como el fuego.
— No lo sé — contestó.
—¡Es ella, Tirso! — Advirtió Dórmunt entre jadeos — ¡Es la perturbación que los sabios habían detectado! Ya no necesitamos apresar al dragón.
El dragón lanzó una mirada iracunda hacia Dórmunt.
— ¿Pensabais capturarme, escoria humana?
— Puedes marcharte. El duelo ha terminado.
— Me iré cuando tu piel abrasada decore mi guarida. Tu espada será un tesoro digno.
De nuevo, la bestia tomó impulso para lanzar una llamarada, aunque se topó con tres caballeros en lugar de uno. Tirso y Cory se habían acercado a la batalla y empuñaba sus armas contra el dragón.
— ¡No! — exclamó Domunt sin apartar los ojos del dragón —. La bestia ha decidido su destino. Esto es un Másserdul, amigos míos. Ocupaos de la niña y yo pondré fin a esta amenaza. — Ambos estaban disconformes con dejar a su líder en una situación tan delicada, pero la niña era lo más importante. Hóllow se encontraba de rodillas observando la batalla y aún preguntándose como había hecho para romper la lanza.
De repente, el dragón lanzó una bocanada de fuego hacia Hóllow que Dórmunt detuvo levantando una burbuja de agua y viento, evaporando al instante el ataque de la criatura. Con ese movimiento, el caballero usó el quinto elemento. Sus energías estaban al límite.

— Es conmigo con quién estás luchando, monstruo — espetó el caballero.
La feroz batalla estaba llegando a su fin. Dórmunt se hallaba al borde del colapso y le costaba incluso cargar con su mandoble. Tirso y Cory observaban desde la lejanía al héroe de su tiempo siendo derrotado por una de las bestia más mortíferas de Azímur. Hóllow había entrado en un estado de letargo que la mantenía postrada de rodillas en el suelo. La imagen era desoladora.
— Acabemos con esto, humano — desafió el imponente dragón rojo posando sus garras delanteras en el suelo.
— Si tú muerte sirve para proteger a la última esperanza de Azímur, juro que acabaré contigo. A esa niña se le ha augurado un destino nefasto, pero necesario. Sin ella, no habrá futuro posible. ¡Taisa! — reclamó Dórmunt. La dracomonte se acercó veloz al caballero y este se subió a su lomo carmesí — . Este es nuestro momento, fiel compañera. No flaquees.
El dragón entrecerró los ojos y batió sus alas elevándose unos metros en el aire.
— No creo en el destino. Los dragones somos pasto de la historia, la vida se nos ha denegado y yo acabaré con todo aquel que se interponga en mi camino. Aunque eso implique matar a una de mi propia especie.
Con un grito desgarrador, se abalanzó con la totalidad de su cuerpo sobre el hombre.
El golpe fue súbito, Dórmunt atravesó la garganta del dragón usando las fuerzas que le restaban y el impuslo de Taisa. La bestia degollada cayó a plomo en las tierras áridas de El Límite. Hubo un silencio sepulcral, hasta las monstruos que los rodeaban guardaron luto por tamaña pérdida. Aquel podría haber sido el último dragón de Azímur. Una raza majestuosa completamente aniquilada.
Dórmunt arrancó uno de los dientes de la bestia y se acercó a los dos caballeros que protegían a Hóllow con las riendas de la dracomonte en la mano.
— Esta ha sido mi última batalla, amigos míos. Cuidad a la niña y aseguraos de que sea entrenada como una guardiana — los dos caballeros se dieron un golpe en el pecho en señal del profundo respeto y asintieron. No replicaron, sabían que no le quedaba mucho tiempo —. En cuanto a ti, pequeña… — Dórmunt le hizo un corte con el colmillo que recorrió su ojo derecho hasta llegar a la mejilla. Hóllow ni se inmutó—. Quiero que recuerdes este día y que entiendas lo que la palabra sacrificio significa, pues muchos lo harán por ti llegado el momento. — Después, le ofreció el colmillo ensangrentado, ella lo aceptó y volvió en sí misma. Se tocó la herida. Dolía mucho. Dolía demasiado.
Tirso ayudó a Dórmunt a recostarse en el suelo maldito de El Límite, todos se habían marchado y solo quedaban ellos cuatro bajo el sol abrasador de Azímur. Dórmunt agarró la mano de el caballero entre estertores de muerte y le hizo jurar que protegería a la niña. La última mirada se la dedicó a Hóllow y a sus imponentes ojos verdes inundados de lágrimas. La herida de su rostro seguía sangrando mezclándose con la sal y la pena.
Cory colocó la espada de runas cuidadosamente en el pecho del hombre con gran pesar y, llegado el momento, apagó su vista para siempre.
Abandonaron el cuerpo sin vida del héroe en aquel páramo junto a su dracomonte. Taisa no se separó de él y compartió la suerte de su jinete. El caballero había cumplido su juramento y era el momento del descanso eterno. Se dice que, en donde reposó su alma, un oasis se alzó para otorgar protección a los viajantes que vagaban por aquellas tierras yermas.
Cory, Tirso y Hóllow viajaron al este, hacia Négacar, donde el consejo de sabios estudió a la chica y accedieron a que fuese instruida en sagrario de Áblica, el lugar sagrado donde los caballeros y las guardianas eran adiestrados.
Una gigantesca estatua de piedra se alzó en honor a Dórmunt y Taisa en la plaza mayor de Négacar. A sus pies, cincelaron una inscripción en una brillante placa dorada, «Dórmunt el Caballero Dragón, héroe de Azímur».
FIN
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