El huerto de la familia Bernhord siempre ha sido un lugar muy extraño. Un paraje ajeno a este pueblo de personas meditabundas y desconectadas de la sociedad. Una puerta hacia otro mundo. O, al menos, eso pensaba William.
De bien pequeño, su hermano le había contado historias relacionadas la finca Bernhord y cada una le parecía más aterradora que la anterior. Le hablaba sobre un establo lleno animales deformes, fruto de la experimentación y la magia negra. De un granero rojo del que procedían gritos y aullidos de dolor. Relataba con todo lujo de detalle como el hijo mayor de los Bernhord había dejado de ir a la escuela por estar transformándose en un monstruo. Pero, sin duda, la historia que más miedo le causaba, era la del huerto. Un gigantesco y laberintico maizal de largas espigas doradas con un hueco en el centro para plantar calabazas. El huerto estaba custodiado por el señor calabaza, un ser sobrenatural de largas piernas y largos brazos con una calabaza por cabeza. Contaba la leyenda que era un espantapájaros viviente que protegía el maizal de los forasteros con su afilada guadaña y escondía los restos de sus víctimas bajo el campo de calabazas.
William llegó obsesionarse con la finca de los Bernhord. La observaba de lejos cuando volvía en bicicleta de la escuela y, en ocasiones, creía escuchar sonidos de angustia provenientes del granero. Cuando eso sucedía, pedaleaba lo más rápido que sus pies le permitían hasta su casa y se guarecía en su habitación imaginando los horrores que allí se escondían.

Los años pasaron y William dejó de visitar a los Bernhord desde la lejanía. Ya era mayor como para creer en historias de fantasmas, aunque no por ello las leyendas dejan de existir. Todos en el pueblo evitaban el extraño maizal a pesar de saber que estaba completamente abandonado. Nadie se explicaba cómo era posible que las espigas crecieran tan fuertes si nadie las cultivaba, pero ninguno se atrevía a desvelar el misterio.
Una noche, en la cual la oscuridad más absoluta reinó en el pueblo, William quedó con sus amigos para dar una vuelta y beberse algunas cervezas. Estuvieron de suerte, al dependiente lo sustituía su hijo y no puso ningún reparo en venderles latas y algunos cigarrillos. Tanto fue su júbilo, que no se dieron cuenta de a donde les conducían sus pasos.
“¡Cuidado! Este lugar pertenece a los Bernhord.”
Rezaba un cartel de madera que a duras penas pudieron ver con la luz de sus linternas. Animados por la valentía del alcohol, varios de sus amigos decidieron tomar el camino que los llevaba hasta la casa. William intentó persuadirlos de su error, pero fue inútil. El grupo enfiló el sendero de tierra. Cada paso que daban parecía advertirles de su pésima elección. La tierra crujía y se hacía eco por el silencioso lugar.
El camino dividía el maizal en dos y daba la sensación de estar caminando por un desfiladero de paredes amarillas y que se movían al compás del viento, lento pero incesante.
Cuando la silueta de la casa y el granero ya eran visibles, un relincho agónico opacó el sigilo de los exploradores y detuvo su marcha. Otro relincho seguido de un gemido perruno puso en vilo al grupo. Parecían conocer su presencia, pero no estaban alertando a su dueño, era más bien un grito de socorro. Necesitaban ayuda.
Viendo que la finca no estaba abandonada, los chicos decidieron dar media vuelta y deshacer el camino andado. Puede que fuera el frío o el miedo, pero los dientes de William no dejaban de castañear. Se estaba enfrentando a los temores que siempre había imaginado, que solo estaban en sus más profundas pesadillas. Un escalofrío recorrió su columna vertebral y notó una presencia que lo observaba. No tenía valor ni para darse la vuelta.
Cuando Tony, el líder del grupo, dictaminó que ya era hora de volver, todos se giraron para contemplar en la lejanía una forma humana que les bloqueaba el paso. Un ser alto con la cabeza muy grande y una suerte de palo en la mano.
Tony reunió las pocas agallas que le restaban y se adelantó para disculparse y explicarle la situación al señor Bernhord. El muchacho abandonó la luz que proporcionaba el grupo y se acercó al hombre lanzando todo tipo de excusas. Inesperadamente, Tony se calló. Una esfera del tamaño de un balón de fútbol llegó hasta los pies del grupo. Era la cabeza degollada de Tony. Tenía una expresión de sorpresa y horror que los paralizó durante varios segundos. Nadie gritó. De hecho, nadie respiró. Y, por un momento, el viento se detuvo en seco. Solo cuando escucharon un nuevo relincho y la sombra moviéndose hacia ellos, comenzaron a correr.
PARTE 2
