Cuenta la leyenda griega, que tras la muerte de Orfeo a manos de las bacantes, el dios Dioniso marchó a la región de Frigia la cual se situaba en Asia Menor. El dios de la fertilidad y el vino marchó hacia la región gobernada por el rey Midas con su séquito de sátiros y ménadas, del cual formaba parte el anciano Sileno, padre adoptivo de Dioniso y leal compañero de borracheras.
Sileno era muy sabio y Dioniso siempre confiaba en el buen criterio de su padre adoptivo, pero era cuando estaba ebrio que pronunciaba los mejores consejos y las Moiras le otorgaban el poder de la profecía y la clarividencia.

Durante el viaje a Frigia, Sileno se sintió abrumado por Geras y Tánatos, las personificaciones de la vejez y la muerte respetivamente, y tras consumir varias ánforas de vino, se perdió en un bosque. Algunos campesinos encontraron al sátiro y lo llevaron ante el rey Midas, el cual lo reconoció de inmediato.
Hambriento de sabiduría, Midas encerró a Sileno en su palacio y cada día le pedía un consejo para aumentar la prosperidad de su reino, pero este solo compartió con el rey una filosofía pesimista: “Lo mejor para un hombre es no nacer, y si nace, debe morir lo antes posible”.
Ante la actitud negativa de Sileno, Midas liberó al sátiro y lo entregó a Dionisio. El dios estaba muy contento de recuperar a su mejor compañero de juergas y le concedió al rey un deseo. Contrariado por no haber obtenido ningún buen consejo del sátiro, Midas pidió que todo lo que tocase se convirtiese en oro. En lugar de castigar al rey por su trato a Sileno, el dios concedió el arrogante deseo del mortal sabiendo que le traería más pena que gloria. Dioniso continuó la marcha acompañado de su hueste.
Midas volvió triunfante a su palacio de Frigia y comienza a probar su nuevo poder. Todo lo que tocaba se convertía en oro macizo. Cualquier cosa sobre la que pusiera el dedo pasaba a reflejar el dorado metal. La felicidad era notable en Midas, pero algo inesperado sucedió.
El rey no podía comer, lo que tocaba se convertía en oro. Las manzanas, los muslos de pollo, el pan… Incluso el vino se convertía en oro cuando tocaba sus labios. El regocijo del rey pasó a convertirse en tristeza, una maldición pendía sobre su cabeza y él era el único responsable. Aunque lo peor estaba por llegar.
El rey enfrentó su inevitable muerte entre lágrimas y sollozos, pues sin comer ni beber pronto moriría de inanición. Su hija se acercó a consolarlo y tras el abrazo, la niña también se convirtió en oro. Midas observó horrorizado como su hija se transmutaba en una pequeña estatua dorada.

Midas huyó de su reino para no causar más daños e imploró al Dioniso que le quitara la maldición. El dios, puede que por piedad o embriaguez, se apiadó del mortal y le susurró que se lavara en las aguas del río Pactolo para eliminar el poder. Sin embargo, el rey estaba muy débil a su llegada y murió sumergido en las agua del río, del cual, hoy día, aún se pueden extraer los restos del avaricioso Midas convertidos en pepitas de oro.

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