Cuenta la leyenda griega, que en el lejano reino de Frigia vivía el rey Tántalo, hijo de Zeus y la ninfa Pluto.
Debido al linaje divino de Tántalo, Zeus invitó al mortal a compartir la mesa de los dioses en numerosas ocasiones. Tántalo aprovechó aquel privilegio para escuchar atentamente a los dioses y conocer sus planes y secretos. Aunque recibió la más grata acogida del Olimpo, este no correspondió a sus anfitriones con la misma moneda y, a su regreso a Frigia, Tántalo comenzó a divulgar los secretos de los dioses entre el resto de mortales.
En la siguiente cena, Tántalo robó néctar y ambrosía de la mesa de Zeus, alimentos que conferían a los dioses su inmortalidad y, por tanto, solo podían ser tomados por los habitantes del Olimpo. Zeus era consciente de los insolentes actos de su hijo, pero como disfrutaba de su compañía, pasó por alto sus crímenes y no lo castigó.

Tántalo quiso devolver la hospitalidad a los dioses ofreciéndoles un banquete en su palacio. Muchos de ellos aceptaron la invitación y confirmaron su presencia.
El rey ordenó a sus sirvientes preparar el banquete más grande jamás celebrado en Frigia y llamó a su hijo Pélope para darle la noticia. “Hoy compartirás la mesa con los dioses del Olimpo, hijo mío”. Dijo Tántalo sonriendo.
“Gracias, mi querido padre. Al fin tendré el privilegio de estar en presencia de mi abuelo”. Contestó Pélope. El joven príncipe fue a vestirse con sus mejores galas para recibir a los dioses y Tántalo hizo llamar al cocinero.
Como acordaron, los dioses llegaron puntuales al palacio de Tántalo y fueron recibidos con todos los honores posibles. Los sirvientes pusieron el banquete en la mesa y la cena comenzó. Los dioses charlaban sobre diversos temas y disfrutaban de la comida, pero Zeus echaba en falta algo. “¿Dónde está mi nieto, Tántalo? Dijiste que nos acompañaría”.
“No te preocupes, padre. Llegará enseguida”. Aseguró el rey.
Entre tanto, apareció el cocinero con el plato principal, una enorme olla que contiene un guiso de aroma inigualable. La diosa Deméter, entristecida por la reciente partida de su hija Perséfone al reino de Hades, fue la primera en probar el guiso. Sin embargo, Zeus sospechó rápidamente de la comida y prohibió al resto dar un solo bocado.
Zeus, enfurecido por lo que estaba ocurriendo, preguntó. “¿Qué has hecho, Tántalo?”.
“¿No te ha gustado mi ofrenda a los dioses?”. Contestó Tántalo en tono burlón.
“Criatura depravada, ¿Cómo te atreves a servir carne humana a los dioses del Olimpo?”.
“No es solo carne humana, gran rey de los cielos, es la sangre de mi primogénito. Una ofrenda de sacrificio y muestra de mi leal servidumbre”.
“Hemos sido indulgentes con tus crímenes en el pasado, pero lo que ha ocurrido aquí, merece un castigo ejemplar. No solo has desafiado a los dioses, también has ofendido a tus huéspedes y hecho daño a un niño, el cual era tu propio hijo”. Acompañados de una luz cegadora y un estruendoso relámpago, todos los dioses desaparecieron del palacio.
Zeus envió a Hermes a sacar el alma de Pélope del Hades y reconstruir su cuerpo, aunque la tarea fue imposible, pues le faltaba el hombro que Deméter devoró. Así que la diosa pidió a Hefesto que fabricase un hombro de marfil para el joven Pélope. En el futuro, Pélope se convertiría en el rey del Peloponeso.

Por otra parte, Zeus quiso dar un notable castigo a su hijo. El rey de los dioses lanzó una gran roca que pendía del monte Sípilo sobre Tántalo y arruinó por completo su reino. Después de muerto, Tántalo fue eternamente torturado en el Tártaro por los crímenes que había cometido. Zeus colocó a su hijo en un lago donde el agua le cubría hasta la barbilla y sobre su cabeza pendían unas ramas repletas de frutos. Un hambre y una sed terribles afligían a Tántalo, sin embargo cuando intentaba coger un fruto, las ramas se alejaban de su mano privándole de la comida, y cuando intentaba beber del lago, el nivel del agua bajaba impidiéndole aplacar su sed.
Muchos siglos han pasado desde el encierro del malvado Tántalo, y allí continúa, teniendo los objetos de su deseo tan cerca y a la vez tan lejos.

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