Cuenta la leyenda griega, que Deméter, diosa de la agricultura y protectora de los campos y las cosechas, viajó por el mundo bendiciendo las plantaciones y fue venerada por campesinos y reyes a su paso. Los rituales a la diosa se realizaban en bosques los cuales quedaban consagrados y se convertían en un lugar de culto para sus fieles.

En uno de estos rituales, la consagración fue interrumpida por un grupo de leñadores liderados por Eresictón de Tesalia, un rico y poderoso noble de la región famoso por no respetar los designios de los dioses. El hombre observaba maravillado la calidad de los majestuosos robles y demandaba talar el bosque entero para construir su nuevo palacio.

Eresictón dio la orden a sus leñadores, pero estos dudaron, pues se decía que dentro de los árboles bendecidos por la diosa Deméter vivían las dríadas, ninfas inmortales con forma femenina y de gran belleza que solían habitar en los robles. El noble tomó un hacha y se dispuso a cortar él mismo el primer tronco, pero cuando golpeó el árbol con el afilado instrumento, comenzó a brotar sangre de la hendidura.

Uno de los acólitos encapuchados intentó persuadir pacíficamente a Eresictón. “Un terrible castigo caerá sobre aquel que profane los bosques dedicados a la diosa Deméter. Cesa tu empresa, codicioso noble”.

A lo que Eresictón contestó. “Estos árboles están en mi tierra, necio adorador, y haré con ellos lo que me plazca.”

Tras un par de hachazos más, el árbol cubierto de sangre comenzó a tomar forma de mujer y todos los sirvientes de la diosa se inclinaron ante la ninfa que yacía muerta a los pies de Eresictón. Todos menos uno. El encapuchado seguía en pie. Lentamente se quitó la capucha, descubriendo un rostro de mujer y unos furiosos ojos blancos que se clavaban en el corazón del malvado gobernante.

“Te has atrevido a asesinar y profanar lo que pertenece a los dioses, mortal. Recibirás un castigo que será recordado durante eones y cuando los hados decidan que ha llegado tu hora, mi hermano Hades hará de tu muerte una condena eterna. Así aprenderéis a que no hay que desafiar a los dioses”. Eresictón y sus leñadores huyeron aterrorizados de la arboleda.

Ya en su palacio, el noble recuperó el aliento y sonrió por haber salido ileso de la furia de la diosa. Eresictón estaba muy hambriento debido a la fuga y pidió a sus sirvientes que le trajesen la cena. Devoró un pollo entero y un cuenco repleto de fruta.

Esa misma noche, fue visitado en sueños por dos figuras sombrías. La primera era una hermosa mujer con alas blancas que sujetaba un reloj de arena con una mano y una cadena de oro en la otra. Al final de esa cadena, se hallaba la segunda figura, un monstruo de mil fauces que engullía todo a su paso. Eran Némesis, la diosa de la justicia y de la venganza, y Etón, la personificación del hambre. Cuando Némesis soltó la cadena, Etón comenzó a mordisquear el estómago de Eresictón provocando en él un hambre insaciable.

El noble despertó famélico, parecía no haber probado bocado en días. Exigió que le sirvieran un banquete enorme y sus criados le trajeron todo tipo de comida. No importaba cuanto hubiera comido, su hambre parecía crecer en lugar de menguar. A cada plato exigía más y más.

El palacio no tardó en quedarse sin ganado, así que Eresictón envió a sus sirvientes al mercado para comprar toda la comida que su fortuna pudiera costearse.

El proceso continuó durante días, hasta que el noble gastó todo su dinero y vendió todas sus propiedades. El hombre que fue una vez uno de los señores más ricos de la región, ahora mendigaba en las calles por comida.

La hija de Eresictón volvió de un largo viaje y encontró a su padre arruinado, vestido como un vagabundo y suplicando comida. Intentó ayudarlo, pero, enloquecido por el hambre, vendió a su única hija como esclava a cambio de un cordero.

Durante el cautiverio, la hija de Eresictón rezó a Poseidón para que la ayudara a escapar. El dios se conmovió por su plegaria e hizo que la chica se convirtiese en una burra para escapar disfrazada de su celda.

La muchacha, aún con su forma equina, regresó a su padre con la esperanza de que algún dios se apiadase de él y le devolviese la cordura. Eresictón reconoció al instante la mirada de su hija en la burra y comenzó a llorar de tristeza. Acarició suavemente la cara del animal mientras le pedía perdón una y otra vez. Cuando ya no pudo más, Eresictón dejó de acariciar a la burra y con mirada famélica dijo “Lo siento hija, pero tengo mucha hambre”.

Aquella acción repugnó tanto a Poseidón, que convirtió a la niña en una mariposa y le permitió volar libre. Jamás se volvió a encontrar con su padre.

Sin dinero, ni cordura, Eresictón volvió arrastrándose al bosque sagrado de Deméter donde todo comenzó. Allí rezó por el perdón, imploró que cesase la maldición, pero la diosa ya no escucha la voz del malvado señor.

Hambriento y desamparado, Eresictón comenzó a devorar su propio pie sentado justo en el lugar donde la dríade había muerto a sus manos varios días antes, y continuó poco a poco con el resto del cuerpo. Pasó la noche entera alimentándose de sí mismo, mordisqueando sin saborear cada músculo y cada hueso, rompiendo sin remordimiento tendones y vertebras, y bebiendo cada gota de su sangre derramada.

A la mañana siguiente, ya no quedaba nada del hombre que había desafiado a los dioses. Hades lo arrastró a su inframundo donde aún sigue devorándose y lo hará, hasta el resto de la eternidad.



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