-Lamento mucho lo de tu tío Tony. Ha sido una gran pérdida para todos. Espero que en el cielo haya suficientes tableros de ajedrez y alcohol para satisfacerle– dijo con una triste sonrisa final. – Yo  te he llamado, John. Mi nombre real no es Capablanca, es un pequeño juego que tenemos aquí, nos ponemos los apodos de los grandes ajedrecistas mundiales. José Raúl Capablanca nunca se colgó la medalla de gran maestro, aunque su juego era propio de un genio. Me fascinó desde que recree su primera partida. Por ese motivo monté esta asociación, para que todos los interesados en este hermoso juego puedan disfrutarlo sin problema, ¿Tienes algún jugador favorito?

Estaba un poco desconcertado, no entendía porque me había hecho llamar este hombre gordo y de frondosa barba blanquecina. Me sentía perdido. Perdido con casi trece años. Después de la muerte de mi tío Tony, solo tenía ganas de encerrarme en mi habitación y recrear las partidas que jugábamos en su cochambroso piso. Sin embargo, debía hacer la mejor jugada. Me convertiría en el Lazarillo de Tormes del ajedrez y pasaría de maestro en maestro hasta conseguir mi objetivo.

-Creo que el actual campeón, Kaspárov, es el mejor ajedrecista – contesté con voz tímida. Conocía a Kaspárov de las revistas que mi tío dejaba tiradas por el salón y que proclamaban al ruso como el mejor ajedrecista mundial.

-Sabia decisión, Kaspárov. – Esa frase de Capablanca y su sonrisa cómplice, provocó una extraña sensación de seguridad en mí. Fuera de estos muros era John Favreau, un triste niño que pasaba las noches en vela deseando salir de aquel agujero al que llamaba hogar, pero en la asociación era el gran Kaspárov. – ¿Quieres jugar una partida?


Pasé tres años practicando en la asociación regentada por Capablanca. Eché partidas contra toda clase de jugadores, desde los más mediocres hasta los más diestros. Intentaba comprender sus pensamientos y el porqué de sus estúpidos movimientos, muchos de ellos no tenían ningún sentido, era como si movieran piezas por pura apatía y sin una estrategia a seguir. Siempre achaqué mi éxito en los tableros al secreto de mi tío, el cual nunca desvelé por mucho que mis rivales me insistieran.

Ese mismo año, se celebrar un torneo nacional al cual asistirían los mejores jugadores del país. Capablanca había inscrito a los jugadores más hábiles de la asociación en sus respectivas categorías, la cual se designaba por edad. Yo estaba en la categoría sub-16, es decir dieciséis y diecisiete años. Aún no podía retar a los adultos, pero iba a ser mi primera competición oficial. Capablanca me había enseñado todo lo necesario; el manejo del reloj, el control de las casillas, apuntar las jugadas… Si mi tío era un jugador excelente, mi nuevo maestro era un estudioso de cuidado. Me había acogido como un hijo y tenía plenas esperanzas en mi evolución.

Nunca olvidaré mi primera partida oficial, temblaba como un flan. Diez hileras de mesas decoradas con manteles verdes, cinco tableros sobre cada una y un reloj por cada tablero, esperaban impacientes a que los jugadores comenzaran un glorioso duelo. El torneo se celebró en un gran pabellón de instituto. En la grada se sentaban los familiares y amigos de los jugadores. Como de costumbre, mis padres estaban trabajando y no pudieron asistir, aunque mis nuevos amigos de la asociación me observaban desde sus sillas de plástico y me deseaban suerte siempre que podían.

Perdí la primera partida, mi rival hizo una magistral defensa Escandinava. Jaque mate en veinte movimientos. Le di silenciosamente la mano a mi oponente, dejé la evidencia de mi derrota en un cesto de mimbre y fui directo al baño de las instalaciones. Jamás había llorado tanto en toda mi vida. No estaba a la altura de las expectativas, el señor Capablanca había confiado en mí y le había decepcionado.

-Kaspárov, ¿estás aquí? – dijo una voz familiar fuera del retrete. Me sequé las lágrimas y salí a su encuentro.

-Sí. Me han machado, Lasker.

Lasker era mi mejor amigo en la asociación. Un chico pelirrojo y pecoso que hacía las veces de mi hermano mayor. Tenía tan solo un año más que yo, aunque demostraba una gran madurez.

-No te preocupes, hermanito. Ha sido tu primera partida oficial y te has enfrentado a Alphonse Leblanc. El año pasado destrozó su categoría con un pleno de victorias. Venga, vamos a ver a quien te enfrentas ahora.

-El señor Capablanca se enfadará conmigo. He perdido como un pardillo.

-Has hecho lo que has podido, el señor Capablanca lo entenderá. Yo también he perdido mi partida. Parece que hoy la asociación está de Capa-Caída –  dijo riéndose como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo. Ese estúpido juego de palabras me sacó una sonrisa y me animó a continuar el torneo.  

Acompañé a Lasker al gran tablón de madera y corcho marrón donde se anunciaban los emparejamientos.

-¡Mira! Vas a tener suerte, Kaspárov. Nos ha tocado juntos.

Postales desde el parque (I): El tablero de ajedrez

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