Mi nombre es John Favreau, soy jugador profesional de ajedrez y enfrente tengo sentado al actual campeón del mundo, mientras que cientos de ojos curiosos observan la partida más importante del año. Estoy completamente bloqueado. No sé cual es la mejor jugada.


-Mi nombre es John Favreau y tengo doce años – le dije a los dos hombres de cara seria y sobrero de copa que inscribían a la gente en el torneo de ajedrez.

-¿No eres un poco pequeño para jugar? – Preguntó uno de frondoso bigote al tiempo que me miraba de arriba abajo. – Y seguro que tampoco tienes dinero para inscribirte.

– No tengo dinero, pero sé jugar- insistí arrugando el ceño.

– No lo dudo – contestó con una sonrisa burlona -¿Dónde están tus padres, chico?

– Trabajando.

– Sin la autorización de un adulto no podemos apuntarte, chico. Vuelve con tus padres o dentro de unos cuantos años – contestó el otro tipo de cara afeitada soltando una risotada final.

Recuerdo marcharme llorando del instituto mientras los alumnos mayores me miraban, cuchicheaban y reían a mis espaldas. Seguro que hablaban de los zapatos rotos que llevaba o de la chaqueta con parches, pero no lloraba por eso, ya estaba acostumbrado. Lo mío eran lágrimas de frustración.

Quería aprender. Quería jugar. Quería ganar.


Mi nombre es John Favreau y tengo siete años. Mis padres me han dejado en casa de mi tío y me aburro como nunca antes. Mi tío está sentado en un sofá marrón y fuma un cigarro de Lucky Strike mientras bebe whisky barato con hielo. Le grita a la pantalla y dice que no puede volver a perder. En ese momento, no entendía nada de lo que estaba sucediendo, pero el tiempo me ha dado todas las respuestas.

Yo me sentaba a su lado y escuchaba todas las barbaridades que salían de su boca en completo silencio. Hasta que un día, dijo una frase que cambió mi vida por completo “¿Quieres jugar al ajedrez, chaval?”

Mi tío, aparte de ser un borracho y un ludópata, también fue campeón regional de ajedrez. Asistía regularmente a una asociación de jugadores cuando el alcohol se lo permitía. Por lo visto, allí lo tenían en muy alta estima. Nadie comprendía como una persona tan desestructurada tuviera las ideas tan claras sobre el tablero. “Solo hago la mejor jugada”, decía con tono sarcástico y riéndose de todos los presentes.

Los días con mi tío pasaron de ser una lenta tortura a una experiencia completamente renovadora. Salía de aquel ruinoso edificio al que él llamaba casa, y solo deseaba volver.

Volver para aprender. Volver para jugar. Volver para ganar.


Continuamos practicando hasta que tuve tres años y, cuando consideró que estaba preparado, me presentó a la asociación. También había otros niños, aunque ninguno como yo. Mi tío conocía la mayoría de aperturas y habíamos recreado muchas partidas de los grandes maestros, además tenía algo que nadie más poseía: su secreto.

“Hacer la mejor jugada”. Era tan simple como efectivo.

Conseguí ganar a todos los chicos de mi edad y a algún que otro adulto. Aún me quedaba mucho por aprender, tantas tácticas, tantos trucos… Sin embargo, cada derrota me fortalecía aún más, repasaba mentalmente las partidas buscando la mejor jugada. Un movimiento que me diera la máxima ventaja. Sabía que era posible. Tenía la certeza de que cada movimiento escondía un secreto oculto que solo unos pocos estaban destinados a descubrir.

Mis padres desconocían lo que estaba sucediendo, no comprendían mi pasión y solo se centraban en los resultados académicos. Decidí hacer la mejor jugada, aprobar esas estúpidas asignaturas a cambio de que permitieran seguir jugando y que me compraran los libros que necesitaba.

Parecía absurdo que, a mi edad, uno estuviera encerrado en su habitación leyendo libros y jugando solo a un juego para dos personas. Dicho así, suena un tanto absurdo, aunque sin duda fueron los años más felices de mi vida. Un continuo baile de piezas que provocaban la sonrisa de un extraño niño pequeño. No existía nada más.


Un año más tarde, mi tío falleció de una insuficiencia renal. Los médicos dijeron que tomaba demasiado alcohol. Mi madre no derramó ni una sola lágrima por la pérdida de su hermano. Era tan fría que a veces dudaba de que fuese humana.

Ahora estaba solo, el camino se desdibujaba y no había nadie para guiarme. Intenté convencer a mis padres de que me apuntaran a una asociación o club de ajedrez, pero se limitaron a darme una palmadita en el hombro y me instigaron a seguir con mis estudios, “Ya jugarás cuando seas mayor”.

No, yo quería jugar ahora.


Semanas después de la muerte de mi tío, llamó a casa un hombre para hablar conmigo. El hombre pertenecía a la asociación de ajedrez a la que mi tío asistía. Le había impresionado mi manera de jugar y quería que pasara por el club para charlar sobre mi tío y echar unas partidas. El tipo se hacía llamar Capablanca…



Siguiente Capítulo