
Fdo : Stonergëk
Durante cientos de años, tres pequeñas ciudades coexistían como desconocidas en un lugar sin nombre. Esporádicamente, se daban comunicaciones entre los reyes que gobernaban sus correspondientes tierras a través de cartas transportadas por cuervos; aunque nunca fue posible la comunicación física.
Cuando en aquel mundo caía la noche, todo se veía inundado por la mayor oscuridad que el hombre jamás hubiera presenciado. Ninguna persona en su sano juicio se atrevió jamás a cruzar las puertas de la ciudad una vez pasadas las siete de la tarde, pues de hacerlo, su destino ya estaría escrito. Los más ancianos rezaban historias de bestias sin forma, que formaban parte del bosque y que guardaban eternamente aquellas tierras una vez el sol se escondía.
Las leyendas hablaban de que nadie jamás vio uno de aquellos seres y vivió para contarlo, pues se decía que estos entes devoraban a los humanos sin piedad, arrancándoles la piel y sometiéndolos a un intenso sufrimiento momentos antes de alimentarse con cada ápice de su ser.
Únicamente aquellas personas que se mostraban dementes o que ansiaban la más terrible muerte, cruzaban aquellas puertas en un viaje a las entrañas de lo obscuro, donde desaparecerían para siempre.
Desde que existen las civilizaciones, los habitantes de las tres ciudades no tuvieron nunca la posibilidad de conocerse, ni siquiera de establecer contacto visual. Se tardó siglos en calcular la distancia aproximada que separaba las tres ciudades. La distancia era excesiva para recorrerla antes de la caída del sol; ni siquiera saliendo del pequeño reino a lomos del caballo más veloz, cabalgando con presteza desde que el gran astro de luz hiciera su aparición temprana entre las montañas.
El primero de los reyes fue pionero en el cálculo de estas distancias, pues ordenó a sus mejores técnicos la ansiada resolución de la tarea antes que cualquier otro líder. Su desinteresado objetivo, era conseguir enriquecer las relaciones de sus estimados súbditos, facilitándoles la comunicación con otras poblaciones; además de la obtención de beneficios tridireccionales con las ciudades colindantes.
Para cumplir su anhelado propósito, necesitaría de la ayuda conjunta de los otros dos reyes, quienes deberían de ayudarle a construir un pequeño asentamiento en un punto intermedio entre de las tres ciudades, cuya distancia entre sí era muy similar.
Un día designado, los tres diminutos reinos transportarían los recursos necesarios para la construcción del que sería el sitio de congregación. Cada una de las partes del trío necesitaría de aproximadamente el mismo tiempo para llegar al lugar, y, en menos de tres horas, deberían de haber construido un muro lo suficientemente seguro como para poder sobrevivir, al menos, la primera noche.
El primero de los reyes utilizó a dos de los cuervos mensajeros que se criaban en su residencia, cada uno para hacer llegar una carta con un texto idéntico a los dos reyes que restaban, donde les manifestaría su propuesta.
En tres días, volvieron ambos cuervos, portando sendas cartas atrapadas en sus picos. A los monarcas les parecería buena idea, y accedieron al pacto triple. En la fecha exacta de diez días tras la vuelta de los dos cuervos del primer monarca, los tres señores se reunirían en el punto concretado, con los materiales, la mano de obra y los suministros necesarios.
El primer rey preparó todos los carruajes habilitados para transporte que pudo, convocó a más de cien hombres con habilidad para la construcción y algunos más para actuar como defensa ante lo desconocido; mandó aprovisionar de toda la comida necesaria al grupo de súbditos que lo acompañaría y marchó a primera hora del amanecer con todo lo necesario, para aparecer en el punto acordado a la hora pactada.

El camino fue largo. Más de doscientas personas y algunos animales de carga anduvieron la marcha sin pausa durante nueve inacabables horas. El viaje fue tranquilo; no experimentaron problemas con ninguna clase de bestia o criatura, como era habitual durante las horas en las que la luz reinaba en el cielo.
El rey, con su montón de súbditos correspondiente, arribó a la hora acordada, a diferencia del dúo que restaba, cuya aparición no fue temprana. La norma acordada era comenzar a levantar las murallas de madera que formarían el asentamiento tan pronto como el primer grupo llegase al sitio, por lo que así hicieron. Ambos, constructores y defensores, se pondrían manos a la obra, a ritmo constante, al compás de una gotera infinita que se confunde en un bucle, colocando y asegurando tablones, disponiendo soportes, introduciendo clavos y clavos, distribuyendo refuerzos y preparando el emplazamiento de las antorchas, que funcionarían como cerco protector ante la inminente noche.
Transcurrieron treinta minutos, y ninguno de los cómplices aparecía. Se comenzaba a oír un leve murmullo, que se amplificaba al paso de los segundos, hasta convertirse en rumores, donde se distinguía la expresión de la angustia de la mayoría de los individuos, que, agitados, cuchicheaban entre sí, acerca del retraso en la aparición de los dos reyes.
Un repiqueteo amortiguado, seguido de un leve temblor del terreno, puso en alerta al personal, que automáticamente adoptó una posición defensiva ante la posible amenaza. En aquel instante eran las cuatro y media de la tarde, si llegaba; y por consecuencia, era imposible que las criaturas de la noche hicieran acto de presencia.
De entre los troncos de los anchos árboles, a través de un tenue manto de sombra, apareció la cabeza de un caballo, seguida del hombre que cabalgaba en su lomo. Los dos reyes habían enviado a un mensajero. El jinete les explicaría que los gobernantes habrían decidido arrepentirse en el último momento, pues el miedo, que se introdujo en sus cuerpos, fue aumentando irremediablemente conforme la fecha de la reunión se aproximaba, y que estos no se creían capaces de completar la hazaña en el tiempo que les estaba disponible, haciéndoles temer así por sus valiosas vidas.

Lo que el mensajero no advirtió, fue el engaño que sufrió por parte de sus caudillos, que le hicieron creer que regresaría sano en un viaje de vuelta si viajaba a un ritmo ligero, y que a su vuelta le esperaría una cuantiosa recompensa por llevar a cabo su quehacer, mas no era esa la realidad. Pronto, con las palabras del mensajero, la temperatura del tenso ambiente comenzaba a elevarse súbitamente, generando un caos incontrolable, donde algunos huían despavoridos por el camino de vuelta, subiéndose a los pocos caballos que habrían podido llevar consigo en el viaje de ida; otros se mostraban saturados en su capacidad de decisión y se limitaban a lamentarse, llorar o sucumbir a la ira; y otros volvían al trabajo, reanudando el ritmo, ahora frenéticamente, como si quisieran terminar la construcción a la velocidad a la que lo llevarían a cabo mil hombres.
Las horas avanzaron inevitablemente y acaeció la noche. Adaptándose, los leales súbditos aprovecharon los muros que les dio tiempo a levantar, para obstruir mediante sus cuerpos armados las pocas entradas que hubieron quedado descubiertas.
Como bien era sabido, la luz conseguía mantener alejados a estos seres; por lo que la tarea más ardua para los presentes en aquella situación sería aguantar con la ayuda de las numerosas antorchas prendidas. Resistir hasta el amanecer y huir rápidamente de vuelta al microscópico reino, desde donde poder maldecir a los traidores de las afueras.
De entre la hierba y la madera, comenzaron a distinguirse rumores desagradables, sonaban como gritos ahogados. Empezaron a escucharse más cerca, y ya no eran rumores, sino graves ronquidos exacerbados, rugidos que no se podían vincular a ninguna clase de ser vivo. Estaban unidos a incómodos crujidos de huesos cuyo sonido se introducía hasta por los conductos lagrimales. No existía resistencia ente aquella disgustosa amalgama de ruido.
La experiencia de verse obligados a permitir que esos indeseables sonidos penetrasen en sus órganos auditivos fue una guerra, casi tan difícil de librar, como la de aguantar el asentamiento ante aquellos entes. Pero esa guerra cesó, y algo ocurrió.
Una inminente ráfaga de viento originó un fuerte estruendo que duró más de cinco segundos; arreció a una velocidad inconmensurable, hasta cegar los oídos y cortar la piel; y sopló con la fuerza de la marea, acabando con la vida de toda llama prendida en cualquier rincón.
En la oscuridad, no hubo defensa posible por parte de los conciudadanos y su rey. A pesar de sus esfuerzos, acabaron siendo cuerpos desmembrados desprovistos de toda vida. Los cadáveres se mezclaban con las entrañas y la piel arrancada de los valientes guerreros. Los huesos dejaron en esa zona del bosque un recordatorio de la traición y la cobardía.
Ese día se escribió la historia de cómo un rey había sido sentenciado a morir por el bienestar común.

Escrito por: Javier Costa