Este relato está basado en un cuento popular ruso.


Algunas personas nacen con suerte. Es como si abrieran las manos y surgiera un pequeño rayo solar. Su personalidad les hace brillar. Todos queremos estar cerca de esos individuos, pues traen felicidad. Es una suerte, es un don, es una bendición… Y eso, nadie puede negarlo. Lo mismo sucede con las profecías. Así que cuando una noche nace un niño afortunado y se predice que algún día será rey. Da lo mismo lo pobre que sea el niño. Da lo mismo lo malvado que sea el rey que ocupe el trono. Da lo mismo lo monstruoso que sea el monstruo…

Hace mucho tiempo, muy al norte, donde el frío es tan frío que parece que hace calor, dos gélidos corazones gobernaban una amplia región. Uno era el malvado rey y el otro un temible grifo.

Fue una semana de invierno cuando una profecía llegó a los oídos del rey. “Ha nacido un niño” le dijeron los espías. “Un niño afortunado. Pobre cual rata. Séptimo hijo de un séptimo hijo. Los sabios profetizan que ese niño será rey”. El canciller del rey intentó disuadirlo “Chismes de viejas, mi señor. No hay nada que temer”, pero el rey quedó petrificado, no quería que nada ni nadie le arrebatase su trono.

Armados con oro y malas intenciones, el rey y su canciller marcharon hacia la casa del niño afortunado para matarlo. Tocaron la puerta de madera y fueron recibidos en una lúgubre morada donde seis niños se repartían una hogaza de pan y el niño afortunado reía inocente entre los brazos de su madre.

-Siete monedas de oro por tu hijo menor- dijo el canciller.

-No venderé a mi hijo, mi señor – contestó la madre acunando al pequeño niño de cabellos dorados.

– Entiendo, quieres más oro para ahogar tu pena.

– No es oro lo que necesita mi mujer. No se puede amamantar el oro ni escuchar los latidos de su corazón – dijo el padre.

– Si no me lo entregan ahora, mañana vendré con diez soldados y así podrá amamantar a su querido hijo en la otra vida. Toma las monedas y nos marcharemos.

La mujer entregó a su hijo entre lágrimas y los hombres se marcharon con el recién nacido. Los padres quedaron sin habla, acababan de perder a su niño. El séptimo hijo de un séptimo hijo. Un niño afortunado.

Rey y canciller anduvieron hasta el risco más alto del reino, el cual daba a unas afiladas rocas y al mar. El canciller lleva al niño entre sus brazos, envuelto en unas sábanas blancas que contrastaban con la oscuridad de la noche. El soberano pidió a su siervo que se asomase para estimar la caída y, cuando estuvo al borde, lo empujó al vacío.  “Muere tú también». Gritaba el desquiciado rey «Nadie me quitará mi corona y nadie sabrá del crimen que se ha cometido esta noche”.

El niño cayó en la oscuridad atraído por la llamada de las rocas. Cayó como un plomo y se hundió en el abismo, pero… Era un niño afortunado. Su sábana se enganchó en una rama y amortiguó la caíd. El pequeño se deslizó suavemente acunado por la arena de la dócil playa. El canciller tuvo peor fortuna. Y en cuanto al rey, se sentía culpable. Ligeramente culpable. Aunque la pena pasó, pues ese año tuvo una hija. Una hermosa niña rubia que hacía vibrar cada una de las fibras de su ser. Amaba a esa niña más que a nada en este mundo.


Transcurrieron los años y esa niña se convirtió en una preciosa mujer. Recibía cientos de proposiciones, pero el rey no quería que se casara. Rechazaba a cada uno de los jóvenes pretendientes. A los más insistentes les pedía una pluma del grifo como muestra de su valor para casarse con su hija.

Un buen día, el rey se presentó en el almacén de grano para revisar los diezmos y encontró algo que no esperaba. Un muchacho también rubio de unos diecisiete años que lo recibió amablemente. Sus padres estaban sentados a su lado y una duda surgió en la mente del soberano.

-¿Cómo es que el chico es rubio siendo ambos morenos? – preguntó el rey.

-Fue un milagro, le encontramos en la arena de la playa hace diecisiete años. Fue muy afortunado de encontrarnos.

-¿Afortunado, eh?

Los temores sobre la profecía regresaron con más intensidad. No podía permitir que ese niño ocupase su trono. “Asesínalo” decía su corazón. “Asesínalo, como ya hiciste con el canciller. Acaba con él. Mátalo”.

–Papel y pluma – pidió el rey y comenzó a escribir una nota. – Chico, quiero que te presentes en la cohorte mañana a primer ahora. Entrégale esta nota a la reina, es un decreto real. A partir de hoy, este joven no volverá a pasar penalidades. – El chico dudó unos instantes, pero acabó aceptando la propuesta del rey.

Resulta, que entre la casa de Afortunado y el palacio real había un bosque. Afortunado se adentró en la arboleda de noche, pues debía estar a la mañana siguiente ante la reina. El lugar estaba lleno de peligros y era oscuro, tan oscuro, que cayó sin darse cuenta en la guarida de unos ladrones. Bajó por el hoyo y se topó de bruces con un hombre barbudo.

-¿Dónde estoy? – dijo Afortunado.

-Estás en una cueva de ladrones, un sitio horrible. Tienes suerte de que yo sea solo su cocinero – contestó.

-Debo salir de aquí, me esperan en palacio. Mira, tengo una carta del rey.

-Mis hermanos volverán pronto y son unos salvajes. Toma un poco de sopa y descansa. Es mi especialidad.

-Gracias, dicen que tengo suerte y por eso me llaman Afortunado.

-¿Afortunado? ¿Qué clase de nombre es ese?

-El mío – contestó sonriendo y tomó una cucharada. El cocinero había rociado la sopa con un potente somnífero y Afortunado se adentró rápidamente en un profundo sueño.

-Pues hoy no has sido muy «afortunado» que digamos. Soy cocinero, pero también soy envenenador. Debes de ser un tipo importante si llevas una carta del rey. – El ladrón registró su ropa, pero no halló nada, ni una sola moneda. Desenrolló la nota y el horror se apoderó del hombre. No podía creer lo que leían sus ojos “Es terrible” se decía.


Esposa,

Cuando leas esta carta, ordena que el portador, un joven llamado Afortunado, sea cortado en mil pedazos y que sus restos alimenten a los cerdos.

Hazlo sin más demora.

El Rey.


-Pobre chiquillo – dijo el ladrón. – No permitiré que te maten. Seré un ladrón, pero no un asesino. El rey pagará por esto.

Aquel pillo también era falsificador y lleno de buena voluntad se dispuso a escribir una nueva carta antes de que sus hermanos regresasen y le cortaran el cuello al joven huésped.

A la mañana siguiente, Afortunado se despertó totalmente recuperado y vio el castillo antes sus ojos. Intentó no pensar en lo ocurrido la noche anterior y avanzó hacia el castillo.

“Traigo una carta del rey.» Decía «Una carta de su majestad”. Los guardias le llevaron ante la presencia de la reina que estaba en compañía de su hija. La reacción fue inmediata, Afortunado miró a la hija del rey, la hija del rey miró a Afortunado y como un chispazo surgió el amor. Mientras tanto, la reina asombrada leía la carta una y otra vez sin dar crédito a lo que veían sus ojos…


Continúa la historia en -> Afortunado. Parte 2