Esta es la historia de un muchacho normal, con su monótona y aburrida vida. Peón de fábrica y músico, componía canciones tristes, pues no conocía otro sentimiento.  Su rutina era sencilla: se levantaba todos los días temprano, se daba una ducha rápida y marchaba a trabajar. Pasaba diez horas en el gran almacén y salía de allí tan rápido como los pies le permitían. Ya en casa, tocaba melancólicas canciones de violín, pero a un volumen apenas audible, pues  su malhumorado vecino se levantaba aún más temprano que él y tenía que dormir.

Sus ojos siempre estaban tristes y apagados, y andaba con desgana por la calle. Su vida era tan sosa que había perdido las ganas de vivirla. «¿Será siempre así?», pensaba mientras tocaba las cuerdas de su amigo y compañero de penas, y maldecía en silencio su suerte.

Un día, el destino se tornó a su favor de una forma que ni él mismo habría imaginado. Una muchacha extraña. Una chica especial. Un ángel caído del cielo. Encontró su mirada en un bar y jamás se desprendió de ella. En su primer encuentro, no se atrevió a dirigirle la palabra. «¿Un peón de fábrica hablando con semejante ser?», se decía entre reproches. Era inconcebible, al menos en su atolondrada cabeza.

Pensaba en ella cada día con mil preguntas que hacerle: «¿Cómo te llamas? ¿Te gusta la música? ¿Te apetece cenar conmigo?», preguntas que seguro nunca tendría el valor de pronunciar en voz alta.

Volvió a la semana siguiente al bar y allí estaba, tan radiante y bella, tan fascinante que, por un momento, pensó que no era real. Se acercó a la barra para pedir algo, no le importaba la bebida, solo quería estar cerca de ella. Para su sorpresa, se topó de nuevo con esos ojos tan majestuosos y provocadores, esta vez más cerca. Tenía que hablar con la muchacha, conocer su voz.

 —Hola —dijo él.

—Hola —dijo ella.

Horas estuvieron hablando hasta el cierre. Se intercambiaron los números y se despidieron con una sonrisa. Estaba enamorado.

Quedaron más veces, tan a menudo como la fábrica se lo permitía. Cualquier sitio era bueno para disfrutar el uno del otro. Finalmente, el chico la llevó a casa y le enseñó a su mejor amigo, su violín. Ella cantaba con una preciosa voz y él componía canciones en su honor. Esa noche hubo más que palabras entre los dos. Ya no le importaba nada, solo deseaba verla y besarla, acariciar su dulce pelo negro y susurrarle al oído lo hermosa que estaba hoy.

Dejó casi de dormir y comer, la chica le obsesionaba. Llegaba tarde al trabajo y recibía reprimendas de su vecino por tocar el violín demasiado alto, pero le daba igual, nunca había sido tan feliz. Había conocido el amor y no pretendía dejarlo marchar. Ella era el bálsamo que necesitaba y su efecto era inmediato. Todo lo que ansiaba era amor, su amor.

Durante ese mes, vivió en una nube hecha de ilusiones y fantasías, sonreía a todos, bailaba por la calle e incluso cantaba las melodías que componía su violín. Las noches de pasión y las canciones de amor eran lo único en el mundo para él.

 —Te amo —dijo él.

—Lo siento —dijo ella.

¿Existe un destino peor? Amar y que no te correspondan. Enloqueció. Rompió sus canciones, sus los recuerdos y conoció otro sentimiento aún inexplorado, la ira.

Sus canciones se convirtieron en himnos a la furia, la frustración y el odio más extremo. Si antes caminaba con alegría, ahora recorría las calles desafiante y con rabia en su corazón. Trataba a sus compañeros con pésimos modales y estaba de mal humor constantemente. La mujer de la que se había enamorado, por la que lo habría dado todo, no era más que una ilusión, una quimera. Le despidieron de la fábrica por provocar una pelea. Pasaba las noches en el bar donde la conoció, esperando que volviese a él. Nunca ocurrió. El alcohol se apoderó de su mundo y experimentó algo peor que la tristeza a la que estaba acostumbrado. Peor que la ira. El sufrimiento y el miedo. Cultivó la planta de la soledad encerrándose en casa y regándola con lágrimas. Muchas veces pasó por su cabeza acabar con tanto dolor, pero no tenía el valor o la estupidez para hacerlo.

El violín del muchacho

No sabía dónde estaba. Quizá él no era tan bueno, ni tan guapo, ni tenía dinero, pero le habría ofrecido lo poco que poseía, con tal de estar un minuto más a su lado. Dejó de tocar el violín, le daba pavor lo que pudiera componer o hasta dónde le llevaría su melancolía. Ya casi no le quedaban ahorros, ni fuerzas para continuar. El suicidio rondaba su mente cada día con más intensidad. «¿Cómo había llegado hasta esa situación?», se preguntaba a cada trago, «Mi vida ya era terrible antes de que ella llegase, ¿Por qué ahora es diferente?, ¿Por qué parece que ya nada vale la pena? ». Estaba perdido y sin previsión de encontrar el camino. Abrazaba la tristeza cada día y soñaba con ese momento tan feliz y fugaz, donde lo único que importaba era ella.

Otro giro del sino lo sacudió aún con más fuerza, su padre falleció. En el entierro conoció a un hombre, un editor de libros amigo de su padre. Le animó a escribir y lo hizo, vaya si lo hizo. Desnudó su alma frente al papel y la pluma se convirtió en su segunda mejor amiga. Así fue como escribió este relato de amor y odio. Su éxito fue tal que pudo conseguir una nueva vida, lejos de la tristeza y el desamparo. Se casó y tuvo varios hijos, pero jamás volvió a encontrar el amor, ese sentimiento le fue privado, al igual que las bellas melodías que con su fiel amigo componía en honor a aquella muchacha que parecía tan lejana. Siempre estaría guardada a salvo entre sus pensamientos más profundos. Aún le da las gracias, él no sería nada sin ella y cada mes se pasa por el bar con la esperanza de abrazarla y poder ver esos ojos una vez más.


Este relato está dedicado a todos los que creen que una persona no puede cambiar sus vida. Tal vez, puede que tal vez, aún no hayan encontrado a la indicada.