A Guillermo nunca le gustaron los edificios grandes. La catedral de su ciudad era tan alta, que al mirarla desde su pequeña estatura,  temía que sus pies se despegasen de la tierra y la Catedral le arrastrara con ella hasta los cielos. A pesar de su vértigo, un espíritu aventurero le llevaba cada tarde hasta la Plaza Mayor. No podía evitar sentir un cosquilleo en las tripas cada vez que lo hacía. Aquello, durante un tiempo, se convirtió en una costumbre. Era la única estrategia que encontró para llevar a cabo lo que, de ninguna manera, un chico de catorce años sería capaz de realizar sin un firme entrenamiento. Aquel reto de pararse frente a la catedral no era sino un ensayo de valor,  la cuidadosa preparación que necesitaba antes de poder enfrentarse a Raquel, la criatura más hermosa construida por la naturaleza.

La veía todas las tardes salir del instituto, alegre, con sus libros apoyados contra el pecho y caminando con paso firme hasta la parada del bus donde cogía el transporte hacía su pueblo. La seguía con la mirada sin que ella se diese cuenta, como un espía y aquel rostro se paseaba por su mente un millón de veces. Pelo corto, morena, ojos pardos, mejillas sonrosadas y una sonrisa hipnotizante, eran los rasgos mas bellos que aquel atolondrado adolescente había visto en su vida.  Su cuerpo no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que su madre oía el chirriar de los muelles y abría la puerta del cuarto para sentarse a su lado.

Guillermo no podía contarle a su madre lo que turbaba su ser. Bastante tenía la pobre, como para preocuparla aún más con sus problemas. Problemas que podía muy bien resolver él solo, subiendo cada tarde a la Plaza Mayor y enfrentando a la catedral. Hasta que un día, en domingo, la vio. Raquel estaba allí, apenas a seis metros, al final de una enorme cola de personas que esperaban para comprar en la confitería.

Aquella era la oportunidad. Podía colocarse tras ella como si fuese a comprar unos pasteles. Podía hacerlo. Había imaginado aquel momento un millón de veces, su entrenamiento en la catedral luchando contra su mayor miedo, las alturas, daría sus frutos. Había llegado el momento, pero de repente sus pequeñas tripas comenzaron a enrollarse, como si todos los esfuerzos realizados hasta entonces nunca hubiesen servido para nada. Ni siquiera ese día que se coló en el campanario para admirar la ciudad desde las alturas y horrorizarse.

Guillermo tomó aire, podía controlar aquello, caminó hacia la muchacha despacio, no quería asustarla, hasta que un pensamiento helado le recorrió la espalda «De no darme prisa alguien podía colocarse detrás de Raquel en la cola de la confitería. No era tiempo de pensar. Cerró los ojos y en cuatro zancadas se colocó junto a la muchacha. En realidad detrás de ella, era mucho más grande que la chica, de hecho era el más alto de su clase como la catedral era el edificio más alto de la ciudad.

El chico estaba allí, tan cerca de la felicidad,  tan próximo a Raquel, que su aroma se colaba dentro de la pequeña nariz del muchacho, y ella, como si supiera que algo le estaba siendo robado, se giró de repente. El rostro de Guillermo se incendió, como el de un ladrón sorprendido, trató de hacerse invisible desviando la mirada hacia otro lado como ya había hecho en otras ocasiones y sus ojos toparon con un gran cíclope. La  Catedral lo contemplaba con su único ojo , desde el cielo, con el brillo de sus vidrios esmaltados, le empujaba a cumplir su destino.

Guillermo había llegado demasiado lejos como para huir ahora, de manera que respiró profundamente y pudo girar de nuevo su rostro hacia la muchacha. Había llegado el momento. De hecho ya no existía ningún otro momento en su vida , ni pasado ni futuro.  No lo dudó, «Me llamo Guillermo.» dijo. Raquel, le miró desde abajo, ahora él era el gigante, y como si no fuese suficiente esa distancia, levantó el mentón y dijo sin interés, «Ah!»

Aquello le hizo una pequeña herida, pero no se rindió, esperó un poco, tomó aire de nuevo, y volvió a intentarlo; «¿Quieres venir a ver la catedral?». Raquel se acarició el pelo y sonrió. Luego consultó su reloj y dijo: » Chico, ¿Me guardas el turno? Vuelvo enseguida. » Y se alejó sin esperar a la respuesta.

Guillermo permaneció allí parado, cuidando su lugar, dejando pasar a todas las personas que llegaban a la cola de la confitería, una tras otra, y los rayos del Sol fueron abandonando la plaza que iba tomando un tono gris según avanzaba la tarde, hasta que todos se fueron y solo quedó el pastelero. Miró al chico con el ceño fruncido. «¿Necesitas algo?» preguntó el hombre, la respuesta de Guillermo fue súbita, negó con la cabeza y se marchó de la tienda.

Hacía frío y la noche se cernía sobre la ciudad. Guillermo tomó el camino hacia su casa, mientras escuchaba el cierre metálico de la confitería estrellarse contra el suelo a sus espaldas.

Su madre iba vestida de blanco como siempre y , al verle llegar, lo contempló en silencio, luego movió la cabeza y se agachó para echar unas maderas a la estufa de su habitación. Sus cabellos dorados brillaban por el resplandor de las llamas, con el color cromado que va forjando el espíritu humano, y un suspiro escapó de su boca, un suspiro profundo «¿Has vuelto a ver a la chica?» preguntó la mujer. Guillermo asintió lentamente y respondió «Sí mamá». La mujer se tocó la sien y dijo bruscamente «Guillermo te he dicho mil veces que no me llames mamá.» Tras una breve pausa, añadió «Esa chica no existe, está solo en tu cabeza.»

La enfermera agarró una aguja que reposaba en una bandeja y las palabras salieron tan amargas de su boca que Guillermo se encontró de nuevo frente a la imponente catedral «Ahora te sentirás mejor».

-Doble o Nada