Amada mía.

Cuando te conocí, supe por fin lo que era el amor.

Cuando la conocí a ella dejé de concebir la posibilidad de amar a una sola persona.

Esto es una carta de disculpa, aunque también una forma de manifestar lo que sentía durante un fugaz periodo de mi vida y, de seguro, nunca más volveré a sentir.

Has sido sin duda una de las piedras angulares de mi vida, una referencia a la que aferrarme en los días grises. Hubo un momento, en el que no podía pasar ni un solo día sin escuchar tu voz, acariciar tu piel o ver tu forma de caminar tan desigual y torpe, como elegante. Me proporcionabas la calma que necesitaba, la estabilidad perfecta… Sin duda, podría estar todo el día alagando tu figura de forma subjetiva, pero no es el propósito de esta carta.

El mismo día que el destino separó nuestros caminos por primera vez, fue cuando la conocí a ella. Desde que la miré a los ojos, no pisé el freno en ningún momento, estaban tan llenos de vida y ansias de libertad que me engancharon al instante. Vivíamos como si el mundo se fuese a terminar, no existían los límites entre los dos, fundidos en un sentimiento mutuo. Si tú me dabas equilibrio, ella me tiraba de la cuerda constantemente, y me encantaba. Tantos excesos y descontrol alertaban todas las alarmas de mi conciencia, ¿cómo es posible que algo tan sutil, como una mirada cómplice, puede causar tanto placer? Sabíamos exactamente lo que pensaba el otro y lo que quería. Noches de llamas y pasión, cuando despertaba por la mañana únicamente pensaba, «¿De qué forma me va a incendiar hoy?» Solo quería arder, pero arder junto a ella.

No te voy a engañar, suficiente lo he hecho ya, aun persistías en mi mente como un pequeño resquicio que cada vez se hacía más pequeño. A veces, antes de dormir pensaba en ti y me imaginaba como hubiera sido nuestro futuro juntos; seguramente no habríamos tenido hijos, un piso en el centro, quizá un perro, pero nunca un gato. Una vida feliz y tranquila, acompañada de momentos memorables, nada que ver con la locura de mi nueva existencia.

Y de nuevo, un giro del azar provocó otra herida en mi corazón, esta vez más grande y que me desangraba por dentro. No podía pensar en otra cosa que no fuera ella. ¿Qué clase de Dios cruel separaría dos almas tan enamoradas?

Cuando peor estaba, reapareciste tan radiante y agradable como siempre. Pensaba que esta vez podría ser la definitiva, ya estaba bien de locuras.

Estuvo bien un tiempo, mucho mejor que la primera vez a decir verdad, sin embargo me faltaba algo, notaba una abstinencia total. Juro que te amaba, pero también la amaba a ella.

Seguimos, como siguen los días con sus noches, todo pasaba y no pasaba nada. La herida dejó de sangrar, quedando una fea e inolvidable cicatriz de resentimiento mezclada con amargura. Estaba muy dolido y no tuve en cuenta lo que hacías por mí, fui egoísta lo admito, pero estaba roto y deshecho, ya no era yo mismo y me agarraba a su recuerdo, ansiando que algún día volviese a mi lado.

Inesperadamente, volvió…

No tuve los cojones suficientes para dejarte o contar la verdad. Mi único deseo era buscar a la chica por la que moría cada noche, pero no quería dejar a la mujer que me hacía infinitamente feliz en mi desdicha. Así que opté por el camino fácil, mentir a las dos.

Las mañanas eran tuyas y de tu alegría inagotable, las noches eran suyas y de su mirada inflamable.

Acabé abarcando más de lo que pude y, como Ícaro, mis alas se derritieron por volar demasiado cerca del Sol. La farsa era insostenible y no había horas suficientes en el día para disfrutar de las dos caras de una moneda incandescente.

Dejé de verme con ella y de nuevo marchó. Esta vez, nunca más volví a verla. Pasé de la más absoluta desolación, a una felicidad irreal que desembocó en frustración e ira. Mi temperamento, ya ardiente de por sí, estaba acabando con nuestra relación. Ya no quería estar en tu presencia, ni escuchar tu voz, ni hablar contigo.

Os perdí a las dos, casi al mismo tiempo y me arrepiento de cada uno de los actos deleznables que cometí, sin embargo, nunca he sido tan feliz en mi vida.

Ahora quemaré esta carta como las otras veinte que te he escrito y no tengo el valor de enviarte, siempre serás una muesca imborrable. Lo siento amor mío, espero que algún día puedas perdonarme.

Hasta siempre,

Adiós.